Una historia sobre la felicidad ideal que te hará pensar en la tuya propia

Historias
hace 5 años

¿Quién quiere una felicidad de diseñador de alta calidad? El protagonista del cuento de Vladislav Scripach tuvo la oportunidad de ir a una tienda donde la venden a un precio razonable. En el surtido hay todo lo que está de moda y es necesario: un excelente departamento, una bella esposa, un complemento picante en forma de un niño y mucho más. Pero, ¿qué falla?

Genial.guru te invita a entrar al lugar donde se vende la verdadera felicidad para todos los gustos y, quizás, a repensar algo en tu vida junto con el protagonista.

— Hola, ¿viene por la felicidad? — sonrió irresistiblemente la mujer

— Sí... Hmm... ¿Se puede? — dudó el hombre.

— ¡Claro, por supuesto! ¿Cuál quiere?

— Bueno... No lo sé... Como la de todos, supongo.

— ¡Una excelente elección! — dijo ella alegremente. — Venga, tenemos algo para ofrecerle. Tenemos la mejor felicidad de diseñador. La más popular. Por favor, mire aquí: uno de los modelos más solicitados, en tonos beige suaves, — la joven señaló una gran pantalla, en la que aparecieron imágenes brillantes.

— Un departamento en una zona residencial tranquila, una hipoteca con un porcentaje pequeño. Una hermosa esposa: rubia, alta, ropa de talla cuarenta y cuatro, el pecho de talla tres. Un gatito Sphynx, muy cómodo: nada de pelos ni alergias. Tiene un gran trabajo como gerente de calibre medio. Un auto, por supuesto. Uno para usted, y uno para su esposa. Un complemento picante puede ser un niño. En fin, ¿lo lleva?

— Hmm... Bueno, esto... No me gustan mucho los gatos. Además, un Sphynx, es de esos tan feos... Bueno, no lo sé, tal vez a alguien le gusten. ¿Puedo mejor tener un perro? Un pastor alemán... O un callejero también estará bien. Uno inteligente.

La joven hizo una mueca de disgusto.

— ¿Un callejero? Pero es de mal gusto. Husky, Malamute, Gran Danés. ¡Hay tantas hermosas razas populares!

— ¿Sí? ¿Populares, dice? Bueno... ¿Y la esposa puede no ser rubia?

— ¡Por supuesto! — con un movimiento de la muñeca, la joven comenzó a pasar en la pantalla los retratos de las bellezas más refinadas: morochas, pelirrojas, de cabello castaño. Al hombre le parecía que era exactamente la misma cara, como si la misma mujer delgada de labios y pestañas hipertrofiados simplemente se hubiera cambiado la peluca. — Tenemos para todos los gustos.

— Parece que no para todos... Me gustaría que tuviera más cuerpo. Por ejemplo, me gusta Lucía, del edificio de enfrente. Ella es tan...

— ¿Qué está diciendo? ¿Qué Lucía? ¡Lucía es casi obesa! ¡Mide un metro cincuenta y ocho! Tiene problemas de piel, está cubierta de pecas. Esta clase de Lucías, permítame decirle, no es una creación de diseño en absoluto. ¡No solo han pasado ​​de moda, sino que nunca lo han estado!

— Pero...

— ¡Nada de “peros”! ¿Ha venido aquí por la felicidad o a dar un paseo?

— Por la felicidad... — suspiró el hombre.

— ¡Bueno, aquí lo tiene! Una felicidad popular, con estilo, de diseño.

— Entonces, ¿Lucía no?

— No. Y menos con ese nombre. Isabella, Catalina, Adriana. Necesita algo sonoro, brillante, a la moda.

— Bueno, si tiene que ser Isabella, que sea Isabella, — se resignó el hombre.

— ¿Y en lo del departamento y trabajo puede corregir algo?

— ¿Qué exactamente? — la joven cruzó desafiante los brazos sobre el pecho.

— Verá... Tal vez eso no sea tan popular, por supuesto. Pero siempre soñé con una casa en un pueblo. Y plantar fresas. Y también pintar cuadros, de fresas... Todo es tan tranquilo, tan pacífico. Ya es de tarde. Recojo las fresas, se las doy a Lucía. Ella hace unos panqueques con esas fresas. Y lo que sobre lo pone bellamente en una cesta. En una cesta con una servilleta de encaje. Y se sienta al lado. Se queda sentada así, sonriendo. Sus mejillas son rosadas, sus pechos son llenos. Y a sus pies está el perro peludo, Chacho, de raza desconocida, pero bueno, y muy inteligente. Y allí estoy, con un pincel y un lienzo, dibujando todo ese idilio.

— ¿Y? — preguntó la mujer fría y arrogantemente.

— Y luego, a la noche, nos sentamos a beber el té —, continuó el hombre con inspiración. — Alrededor, las paredes están llenas de cuadros. Mis cuadros. Y mi hijo pregunta: “¿Quién dibujó estas hermosas pinturas?”. Y mi esposa, Lucía, le responde: “Tu papá. Él pintó todo esto. ¿Quieres que también haga un retrato tuyo?”.

— ¿Y...? — preguntó la joven con un tono que ya era gélido.

— Y eso es todo. La felicidad.

El hombre miró su ceño fruncido y se desinfló.

— ¿Qué felicidad? ¿Esto es felicidad? ¿Acaso se ha vuelto loco? ¿En qué quiere gastar su vida? ¿En esta miseria? Lo entendería si me hablara sobre un estilo retro, una mansión en un pintoresco pueblo de Francia, la amante Julieta con un caniche, unas pinturas de Picasso y unos viñedos. Pero fresas... — la joven hizo una mueca como si no estuviera hablando de fresas, sino de limones, y además se los estuviera comiendo. — ¿Lucía? ¿Perro peludo? ¿Servilleta? ¿De encaje? ¡Asco! ¡Sáquese de la cabeza todas esas cosas de mal gusto!

— Pero...

— Solo piénselo: ¿qué dirá la gente sobre usted? ¿Eh? Piense: ¿cuánto dinero va a ganar? ¿Qué clase de negocio será ese de las pinturas y las fresas? ¿Podrá mantener a Isabella? ¡Isabella necesita un abrigo de visón y unos pendientes de diamantes!

— Pero Lucía...

— Si ya lo hemos acordado: ¡nada de Lucías! ¿Y con qué pagará el veterinario de Lord?

— ¿Qué Lord?

— ¿Acaso piensa llamar “Chacho” a un Dogo Real?

— Bueno...

— ¡Eso mismo le estoy diciendo! La felicidad debe ser perfecta. Impecable. ¡De lo contrario no podrá ser feliz!

— ¿Pero por qué es imposible una casa en un pueblo? Y unas fresas... — el hombre casi lloraba.

— ¿No confía en nuestro gusto? ¡Aquí trabajan profesionales! ¡Los diseñadores más populares! ¡Ellos saben lo que necesita! Ellos lo harán feliz.

— ¿Pero cómo puede ser?

Al lado, pasaron dos personas que caminaban hacia la salida: una clienta satisfecha y un vendedor.

— Una excelente elección, — sonreía irresistiblemente el joven.

— ¡Sí! ¡Lo sé! ¡Estoy tan contenta! — dijo la mujer, presionando una caja contra su pecho. — ¡Por fin tendré la felicidad, como la de todos! ¡Una popular, a la última moda! ¡De un famoso diseñador! Un departamento en el centro de la ciudad. Un marido gerente. Un auto...

— ¿Lo ve?, — dijo la joven, — Está feliz. Y todo porque no tiene pedidos extraños y gustos dudosos, y confía en nuestros diseñadores.

— ¿Puedo, al menos, mirarle a los ojos a ese diseñador? — preguntó el hombre

— ¿Para qué? Nadie lo hace nunca.

— Por favor. Realmente quiero hacerlo.

La mujer resopló, se encogió de hombros y se dirigió a la salida, haciendo fuerte ruido con los tacones. El hombre la siguió. Imaginaba al diseñador como a un afeminado joven de pelo teñido, con una larga bufanda de seda de colores inimaginables, vestido con unos jeans rotos de color rosado o con unos leggins de leopardo. Pero en la pequeña habitación donde lo llevó la vendedora, había un sombrío sujeto sin afeitar, en un suéter y unos típicos jeans oscuros. Con unos anteojos en la nariz y unas pantuflas sobre los pies. Y una taza humeante de té del tamaño de un pequeño cubo sobre la mesa. Él, manchado de pies a cabeza, hacía algo de arcilla. La mesa estaba repleta de todo tipo de maquetas, materiales, trabajos sin terminar, imágenes, tornillos, piezas de madera, pinturas, dibujos y basura no identificable.

Habiendo dejado entrar al cliente, la joven cerró la puerta a sus espaldas, dejándolo solo con el diseñador.

— Entonces, ¿tú eres el diseñador de la felicidad? — preguntó el hombre sorprendido.

— Así es, — soltó él, sin levantar la vista del trabajo.

— Entonces, ¿eres tú quien inventa todas estas tonterías?

— ¿Cuál?

— Bueno, ¿esas rubias con Sphynx e hipotecas con viñedos en suaves tonos beige?

— ¿Por qué? ¿No te gusta?

— No. Solo quiero saber por qué no puede ser Lucía. ¿Y fresas? ¿Eh?

El diseñador dejó a un lado un trozo de arcilla y miró al hombre con unos ojos profundos como un lago, de un extraño color verde oscuro.

— Dime, Juan, — dijo, llamando de repente al hombre por su nombre. — ¿Quién te compra los zapatos, tu mamá? ¿Y cuando te los compra, se los prueba sobre su pie?

— Claro que no, — se sorprendió Juan por la pregunta. — Su talla es de treinta y ocho, y la mía de cuarenta y tres y medio. ¿Cómo se los va a probar?

— Y tan solo son unos zapatos. La felicidad, para que sepas, es una cosa puramente individual. Hasta diría, íntima. ¿Y tú qué pediste? “¡Felicidad como la de todos los demás!”. Así que te ofrecieron una como la de todos los demás.

— Pero... Es de diseñador, a la moda. Popular.

— Así es. Popular.

— ¡Y tú lo desarrollas!

— No, yo no lo hago.

— ¿Cómo que no? — Juan ya no entendía absolutamente nada. — ¿Y entonces quién?

— Es popular, lo imprimen en una impresora. Solo dicen que es de diseñador.

— Espera, ¿o sea que engañan?

— Así es. ¿Por qué no engañar a los tontos?

— ¡Yo no soy un tonto! — se enojó el hombre.

— Si no eres un tonto, entonces sabes que las palabras “como la de todos los demás”, “de moda” y “popular” no combinan con el concepto de “felicidad”.

— Y entonces, ¿qué estás esculpiendo aquí? — Juan señaló un pedazo de arcilla.

— La felicidad.

— ¿De quién?

— ¿De quién va a ser, tuya? ¡Mi felicidad! Entiende, Juan, cada uno es el diseñador de su propia felicidad. Y si no puedes entenderlo, entonces lleva una “como la de todos los demás”, a la moda y popular.

Torció una sonrisa, luego se enderezó los anteojos y volvió a sumergirse en su trabajo.

¿Qué clase de felicidad pedirías tú si se te presentara esa oportunidad?

Imagen de portada Vladislav Scripach \ VK

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