16 Pruebas de que el mundo puede ser un lugar aterrador (aunque nos hagamos los distraidos)


Todos tenemos una actitud distinta hacia las reuniones de exalumnos. Algunos las esperan con ansias y se alegran de ver a sus antiguos compañeros cada año. Otros no responden el teléfono cuando los llama alguien del pasado y se salen de los chats grupales. Han pasado 15 años desde el último timbre escolar, y por primera vez decidí ir a una reunión. Debo confesar que no lo hice sin un motivo oculto.
En nuestro salón había un chico llamado Alexander, un joven sencillo cuyos padres se habían mudado del campo a la ciudad. Con el tiempo, él organizó una reunión de exalumnos en su lujosa casa de campo para celebrar los 15 años desde la graduación. Al parecer, le había ido muy bien y ahora llevaba una vida acomodada.
Sinceramente, tenía mucha curiosidad por ver cómo era esa casa por dentro. Y también por reencontrarme con los demás excompañeros, en especial con Tania. Nuestra reina del salón siempre se había considerado superior y solía decir que su vida sería como un cuento de hadas. Alexander estuvo interesado en ella, pero ella lo rechazó con un: “Cuando ganes dinero, vuelve”.
Finalmente, llegó el día de la reunión. Tania entró y lo primero que comentó fue que la casa de campo de su esposo tenía más pisos, una cerca más alta y, en general, un césped más verde. Quedó claro: nuestra reina no había cambiado en absoluto.
Alexander recibía a los invitados en la entrada, caracterizado como Vito Corleone de El Padrino: una cadena en el cuello del grosor de mi muñeca, un reloj en la mano del tamaño de un platillo y una camisa que parecía a punto de estallar sobre su barriga. A su lado, su esposa llevaba un vestido tan impresionante que, incluso yo, que no entiendo nada de moda, me quedé boquiabierta. En ese instante sentí el impulso de subirme los jeans, dar media vuelta y regresar a casa.
Pero bueno. La gente fue llegando. Nos sentamos, comimos, charlamos. Todos trataban de lucirse frente a los demás, claramente intentando superar a Alexander, pero nadie lo lograba.
En la reunión apenas reconocí a mi amor de la secundaria: guapo, exitoso. Pasé toda la noche intentando no mirarlo. Ni siquiera me acerqué.
Un año después, fui a una entrevista de trabajo, y ahí estaba él. Me sonrió: “Bueno, hay que cumplir las promesas”. Y, de repente, sacó del cajón una nota que yo le había escrito en broma en onceavo grado. En ella, solemnemente, me comprometía a salir con él algún día. Y no, esta historia no tuvo un final de cuento de hadas.
Mientras yo evitaba cuidadosamente su mirada, para que no me reconociera por accidente, a mi lado se reía Daniela. En el colegio era la segunda belleza del salón. Figura de envidia, rostro de muñeca. Los chicos le proponían matrimonio y las chicas se morían de celos. Y ahora seguía viéndose bien: labios discretamente aumentados, pestañas postizas impecables. Incluso su vestido no tenía nada que envidiarle al de la esposa de Alexander. Solo que, al mirar el enorme escote en su espalda, noté algo: no le había quitado la etiqueta.
Metí la mano por el escote; ella dio un brinco. Le susurré: “No te muevas, la voy a esconder”, y acomodé la etiqueta bajo la tela para que nadie más la viera. Daniela cambió su expresión, hasta se sonrojó. Pero bueno, a cualquiera le puede pasar.
A mitad de la noche, de pronto apareció una señora. Gritaba, movía los brazos... No entendíamos qué quería. Miramos con atención, ¡y era nuestra profesora! Se quitó los botines, la chaqueta y fue directo a la mesa, exclamando: “¡Pedro, con que eras tú! ¡Ayer te vi en el metro! Te grité y grité, y tú, fingiendo que no me veías, pasaste de largo”.
Resulta que Alexander había querido sorprendernos y la había invitado en secreto.
Más tarde esa noche, mientras unos bailaban al ritmo de las canciones de nuestra juventud y otros recordaban los años escolares, comentando quién le copiaba a quién en octavo, pedí un taxi en silencio y salí de la casa sin hacer ruido.
Satisfecha mi curiosidad, puedo pasar otros 15 años sin aparecerme en una de estas reuniones.
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