Soñaba con tener una casita acogedora, pero la realidad me golpeó como un balde de agua fría

Gente
hace 3 meses

“¡Que se vaya todo al diablo!” —dijo mi hermana durante la cena, cuando le preguntamos por su casa de campo—. “La venderé y olvidaré que existió, como una pesadilla”. Todos en la mesa nos sorprendimos, ya que por años, Daniela no había parado de hablarnos de cómo soñaba con tener una casa de campo, con flores, un banquito en el jardín y un pequeño porche.

Contaré esta historia desde la perspectiva de mi hermana para que sea más fácil entender el contexto. A petición suya, algunos nombres han sido cambiados para no ofender a nadie.

Desde niña, siempre había soñado con tener mi propio refugio en la naturaleza, mi propia casita de campo. Cuando estaba en la universidad, solía ir varias veces a las casas de campo de mis amigos para hacer carne asada. Fue entonces cuando me convencí de que era hora de hacer realidad mi sueño. Me imaginaba pasando los días de verano al aire libre, tomando té en una acogedora silla y leyendo libros en el porche. Con esa idea en mente, encontré un trabajo a tiempo parcial y comencé a ahorrar.

En el tercer año de la universidad, un día mientras revisaba anuncios en Internet, encontré uno que captó inmediatamente mi atención. Un pequeño terreno con una casita de verano. Era la oportunidad perfecta que no podía dejar escapar. Solo había un problema: no tenía el dinero suficiente. A pesar de ello, decidí arriesgarme y pedí prestado a algunos conocidos. Después de unos trámites burocráticos, finalmente me convertí en la feliz propietaria de un terreno en las afueras de la ciudad.

El primer año, no hice mucho en la propiedad, ya que tenía que trabajar mucho para pagar las deudas. Pero una vez que las saldé, comencé a hacer mejoras poco a poco. Empecé a quedarme a pasar la noche y a embellecer el terreno: plantaba flores, pintaba el porche y hacía caminos. Pero no sabía que eso sería el principio del fin.

Cuando comenzaron a llegar los vecinos, resultó que no eran las personas más amigables. Al principio, me miraban de reojo y luego empezaron a quejarse por cualquier ruido. Por ejemplo, una tarde decidí hacer una parrillada después de un arduo día de trabajo. Apenas el fuego se había encendido, cuando un vecino, un hombre desagradable de unos 60 años, se acercó al cercado. Sin siquiera saludar, comenzó a quejarse de que el humo del asado se metía en su casa. Le dije que no podía controlar eso y que tampoco estaba haciendo nada malo. Sin embargo, me gruñó: “¡Apaga eso o llamaré a la policía!”

Estaba cansada hasta el extremo y no quería entrar en conflictos, así que no tuve más remedio que apagar el fuego y llevar la carne adentro para cocinarla en la sartén. Como suele decirse, me quedó un mal sabor de boca.

Un par de días después, llegué a la casa de campo cerca del mediodía. Tomé un balde y fui a recoger fresas que crecían a lo largo de la cerca. Al observar más de cerca, me di cuenta de que no había nada que recoger; todas las fresas habían sido arrancadas y algunos arbustos estaban pisoteados. Vi a la anciana que vivía al lado y le pregunté: “¿No sabe quién pudo haberse llevado todas mis fresas?” A lo que ella respondió: “¿Y yo qué sé? Cualquiera podría haber sido”. Sabía que había sido ella, pero ¿cómo acusarla sin pruebas? Era tremendamente frustrante.

Al día siguiente, hizo mucho calor, así que decidí tomar el sol en traje de baño mientras trasplantaba flores. Entonces, se acercó la misma anciana y me dijo: “¿Vas a montar un espectáculo indecente aquí? ¡Andas desnuda!” Me quedé asombrada. Le respondí que mi traje de baño era cerrado y que estaba tomando el sol en mi propio terreno. Fue entonces cuando la vieja se desató: “¡Esa ’decencia’ tuya la puede ver hasta mi marido, y él tiene una vista de topo!” Luego comenzó a regañarme diciendo que era irrespetuosa y que no respetaba a los mayores. No tenía mucho interés en convencerla, así que dije: “Haré una cerca más alta para que no se le suba la presión al verme.” A lo que ella replicó: “¡No te lo vamos a permitir, no está permitido!”

Regresé a casa de mal humor, ya que no podía descansar en mi propia propiedad. ¡Y eso que estaba sola!

Pero los problemas no terminaron ahí. Por supuesto, cuando mis amigos se enteraron de que tenía una casa de campo, decidieron que sería el lugar perfecto para hacer fiestas los fines de semana. Y además, casi dentro de la ciudad. Algunas veces acepté, pero siempre tenía que disculparme con los vecinos por el más mínimo ruido.

Y mis amigos no eran precisamente respetuosos: a veces dejaban basura en el porche o derramaban algo, y yo corría detrás de ellos con un trapo. No podía negarme, ya que éramos amigos desde hace años. Pero con cada reunión, me sentía más agotada. El tiempo que planeaba dedicar a leer y descansar en paz, lo pasaba limpiando y cocinando para los numerosos invitados. Y a algunos ni siquiera los conocía; llegaban con conocidos de conocidos. Era como si todos creyeran que mi casa de campo era suya. Me molestaba terriblemente, pero como dije antes, no podía negarme. Tal vez me faltaba valentía.

Una vez invité a unas amigas a una parrillada, y dos de ellas trajeron a sus hijos. Además, me dijeron: “No te preocupes, se portan bien ”. Al final, los niños corrieron por todos lados, pisotearon mis flores y lanzaron piedras a la casa. De repente se quedaron callados, y sentí que algo no iba bien. Fui a ver y quedé pasmada. Habían convertido mi manta favorita en un trapo. La usaba para cubrirme por las noches en el porche. Ahora estaba toda sucia y el bordado rasgado en muchos lugares. Resulta que los niños jugaban con ella como si fuera una “alfombra voladora”. Inmediatamente le dije a mis amigas, y ellas tan tranquilas: “No te preocupes, échala a lavar. Solo es suciedad”. ¿Dónde iba a lavarla? Estamos en una casa de campo, no en la ciudad. Les dije: “Aquí no tengo lavadora, y ustedes prometieron que los niños se comportarían bien”. La respuesta clásica fue: “Son solo niños”.

Un sábado, me desperté a las 7 de la mañana por una llamada de mi mamá: “Danielita, ¿estás dormida? Voy a tu casa de campo, quiero plantar tomates. Me dio unas semillas la tía Marta. ¿Cuándo llegarás?” Medio dormida, entendí que tendría que levantarme. No quería que esperara en la puerta. Luego recordé que le había dado un duplicado de las llaves por si acaso. Me espabilé de repente y me fui corriendo para allá. En una hora ya estaba en el lugar.

Vi que la puerta estaba abierta y mi mamá ya estaba plantando tomates en la parte del terreno donde quería hacer una colina alpina y poner un banquito. Y junto a ella, una bolsa llena de semillas y plantas. No sé cómo había cargado todo eso sola.

“¡Danielita, mira lo que traje! —mi mamá estaba radiante de felicidad—. Hay tomates, pepinos y hasta mis dalias favoritas. ¡Ahora plantaremos todo y tendrás el jardín más bonito!” Traté de sonreír, pero por dentro hervía. Le dije: “Mamá, quería poner un banquito aquí para leer”, y ella se desentendió: “Ya tendrás tiempo para sentarte. Lo importante es tener un jardín bonito para que no te dé vergüenza frente a los vecinos”.

Pero lo más increíble fue cuando mi mamá me llamó y dijo que unos parientes lejanos habían venido a la ciudad por unos días. Por supuesto, les ofreció quedarse en mi casa de campo, ya que los hoteles y apartamentos son caros. Le pregunté: “¿Y por qué no los hospedas tú?” Y mi mamá dijo: “Ay, Danielita, tengo un desastre aquí. Me da pena con ellos”. ¡Genial! O sea, ella tiene un desastre, ¿y yo no puedo? Ni siquiera me lo consultó. Al final, esos parientes se quedaron casi una semana en mi casa de campo. Y cuando llegué, encontré los platos sucios y un mantel quemado (habían dejado la parrilla sobre él).

Pasé un par de meses más compartiendo mi sueño con vecinos, amigos y mi mamá. Pero una tarde llegué a la casa de campo, me senté en el porche y me puse a llorar. Sentía que algo dentro de mí se había roto. Comprendí que el sueño con el que había fantaseado día y noche había sido pisoteado. Ya no quería disfrutar de las flores, ni poner un banquito entre el verdor, ni leer libros, ni tomar té en el porche. Ya odiaba todo eso.

Probablemente, fue mi culpa, porque no tuve la valentía de negarme a mi mamá o a mis amigos. Por otro lado, ellos irrumpieron en mi vida de manera descarada. Al final, ya llevaba un par de semanas sin ir a la casa de campo y había decidido seriamente venderla. Pero una parte de mí no quiere hacerlo.

Desafortunadamente, en la vida a menudo nos enfrentamos a situaciones en las que nuestros planes se desmoronan como fichas de dominó. Sin embargo, algunas personas logran encontrar una gran solución.

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