15 Situaciones divertidas en las que solo pueden verse envueltos los niños

Historias
hace 3 años

La infancia es el mejor momento de la vida. Es en ella donde nos metemos en historias de las que nos acordamos para siempre. Alguien, con entusiasmo, se acuerda del momento en que por primera vez vio el mar, otro no puede aguantar una sonrisa cuando narra cómo fue su primera amistad y alguno habrá que no puede olvidarse de su primer suspenso en matemáticas.

Genial.guru te invita a sumergirte en el pasado y para ello ha elegido para ti las mejores historias de los usuarios de Pikabu sobre esas situaciones memorables, y a veces extrañas, de la infancia.

  • Hoy me llamaron desde el trabajo. Me asusté, pensaba que había sucedido algo grave, algún problema o algo por el estilo. Pero tan solo querían decirme que mi hermana menor, ya durante varios días, había estado escribiendo en las redes sociales de nuestra empresa exigiendo que me subieran el sueldo... con el objetivo de que yo, por fin, le pudiera devolver el dinero perdido en una apuesta. ©IvanKiller
  • Cuando era niña, me decían que, si yo gritaba corriendo por el apartamento, los “malvados berasateguis” vendrían por mí. Mi fantasía infantil me impregnaba de enormes monstruos terribles, ciegos y negros. En mi imaginación, eran como murciélagos, y, por lo tanto, los sonidos agudos los enfurecían en exceso. Tenía miedo y me comportaba como un ratoncito. Por cierto, Berasategui es solo el apellido de los vecinos que vivían en el apartamento de abajo. ©RedKiwi
  • Cuando tenía 4 años, mi padre trabajaba en una fábrica. Y, como antes sucedía, le daban leche de manera gratuita porque era nocivo. Estaba convencida de que a mi papá se la daban solo porque el nocivo era él. Cada vez que oía esta frase, me imaginaba a mi papá haciendo travesuras en la fábrica sin obedecer a sus superiores, que le daban leche para apaciguarlo y reeducarlo. Pero no, lo nocivo era la fábrica. ©WotkiDay
  • Un día, vuelvo de la escuela y mi hermanita estaba sola en casa, ella tenía 5 años. Comienza a contarme lo siguiente: “Imagínate, unos ladrones querían entrar en casa, pero yo los espanté. Oí que alguien estaba arañando la puerta, por lo que creí que tenía que hacer algo. Me acerqué a la puerta y con una voz grave, como la de papá, dije al unísono: “¡Hija mía, tráeme los ALACATES!”. Luego, me acordé de que pronunciaba mal esta palabra y, entonces, dije: “¡Hija, no! Mejor no me traigas los ALACATES, acércame el martillo”.
    Me tiré al suelo, víctima de un ataque de risa, ella estaba tan orgullosa de su acto sin entender en absoluto por qué su hermano tan raro reía a carcajadas por la historia ©fanjacotey
  • De pequeño, no sabía qué sabía hacer mi padre. La valla nos la arreglaba mi tío; si hacía falta matar a un cordero, esta tarea la llevaba a cabo su chófer o nuestros vecinos; tampoco sabía manejar un auto. Me invadían muchas preguntas sobre lo que sabía hacer. Una vez, cuando en nuestro patio mataban a una vaca, le pregunté a mi padre, que observaba este proceso, si él sabía cómo cortar a los animales. En ese momento, contestó su chofer diciendo que mi papá sabía cómo cortar a la gente. En ese instante, ciertamente, no entendía por qué todos se reían de mí, hasta que me hice mayor. Mi padre era médico, salvó muchas vidas. Pero él mismo no presumía de ello. ©WotkiDay
  • Recientemente, mi hermana y yo revisábamos cosas en la casa de nuestros padres y vimos un paraguas viejo y pasado de moda. “Mira, este es nuestro viejo paraguas, ¿lo recuerdas?”. Mi hermana respondió: “Claro que lo recuerdo. Tenía alrededor de 3 años e iba a saltar desde el balcón, utilizándolo como si fuera un paracaídas (nota aclaratoria: vivíamos en un quinto piso). Lo quería hacer cada día, pero se me olvidaba jugando y me acordaba de eso cuando ya estaba en la cama e íbamos a dormir. Me acordaba, me ponía triste por olvidar saltar, me prometía que a la mañana siguiente no se me olvidaría, pero, al llegar ese día, la historia se repetía”. No entiendo cómo logramos sobrevivir. ©st0waway
  • Hubo un tiempo en que me daban miedo los monstruos. Cuando tenía 6 años, mis padres fueron a visitar a alguien hasta muy tarde. Me quedé en casa con mi tío.

    — “Simplemente, sé delicado con él”, le advirtió mi padre. “Ha estado nervioso durante los últimos días. De repente, comenzó a tenerle miedo a los monstruos”.

    — “No te preocupes, no tendrá miedo a los monstruos”, mi tío lo tranquilizó.

    Cuando mis padres se fueron, él comenzó a tratar mi “monstruofobia” con un método bastante radical: durante dos horas, me encerró en la habitación, apagó la luz y comenzó a asustarme detrás de la puerta con una voz próxima a la muerte. Desde entonces, ya no tuve miedo a los monstruos. Sentía pánico por mi tío. ©Bladerunner42
  • Tenía unos 9 años, corría con otros niños jugando en la calle. Una mujer se nos acercó diciendo que se le había cerrado de golpe la puerta de su apartamento y necesitaba de nuestra ayuda: pasar desde el balcón de otro apartamento al suyo y abrir la puerta desde adentro. ¡Soy un hombre! Fui a hacerlo. Era un segundo piso. Lo hice todo rápido. En aquel momento, para mí, era algo sin importancia. Y ahora que yo mismo ya tengo un hijo pequeño, recordando esta historia, entro en estado de shock por imaginar la actitud de aquella mujer a la que se le ocurrió pedir algo así a unos niños. ©Alexey010474
  • Preparé mi primer platillo cuando tenía 4 años. Aunque para ello tuve que despertar a mis padres antes de lo habitual porque el platillo no se veía muy presentable que digamos. Rompí los huevos, los batí, añadí sal, pero no ocurría nada. Y todo porque yo era muy obediente: tenía prohibido tocar la estufa, por lo que toda la cocción la lleve a cabo sobre un taburete. ©Sartomasy
  • Era aproximadamente la década de 1980. Tenía 7 años. Necesitaba una hoja de papel carbón, no recuerdo para qué. Me llevé 5 centavos y fui a la tienda. Llegué, miré, y vi que este papel costaba medio centavo. Entonces me invadieron varios pensamientos: “¿Cómo puedo darle al vendedor medio centavo? ¡Pero si tengo una moneda de cinco! Tan grande, pesada, de color rojizo, pero, lo más importante, ¡entera! ¿Y cómo este me daría el cambio?”. ¿Qué iba a hacer? Le entregué al dependiente mis cinco centavos y pedí papel carbón. Tranquilamente, él colocó en el mostrador dos hojas de ese papel y me entregó de vuelta dos monedas de dos centavos. Y entonces, en mi cabeza, encajó todo el rompecabezas. Fue entonces cuando me di cuenta de que un artículo puede costar medio centavo. ©anton78
  • Me acordé recientemente de esto. Me mandaron a la casa de mi tía para entregarle la llave de su casa, mi mamá me dijo severamente: “Hijo mío, no pierdas la llave”. La tomé conmigo y me dirigí hacia el destino. Iba y pensaba durante todo el camino: “No pierdas la llave. No pierdas la llave”. Y entonces, se me ocurre la siguiente idea: “Tengo que entrenar para saber cómo buscar la llave para que, en caso de que la pierda, pueda encontrarla rápidamente”. Observé detenidamente la llave por todos los lados y la lancé a lo loco hacia adelante con los ojos cerrados. ¿Y sabes qué? ¡Sí! La perdí. Estuve buscándola durante varias horas. Cuál fue mi alivio cuando yo, todo sucio, envuelto en lágrimas, noté el brillo de la llave. Yo, como Gollum, corrí, la agarré y me fui. Con una idea fija en mi mente: jamás volvería a perderla. ©Liqbez
  • Mi amigo y yo teníamos 11 años. Decidimos saltarnos una clase: Andrés, la de Arte, y yo, la de Música. Dicho y hecho. Guardamos nuestras mochilas debajo de la escalera, en nuestro portal, y fuimos a pasear por la ciudad. Cuando nos invadió el hambre, fuimos a una tienda a comprar pasteles. A la salida de esta, nos topamos con Tamara, la madre de Andrés. Se quedó boquiabierta, con los ojos saltones, formulando una pregunta razonable: “Niños, no entiendo, ¿qué hacen ustedes aquí?”. A lo que mi amigo respondió con una calma total, insípido: “Señora, se ha confundido”. Y mientras Tamara se deslizaba por la pared (ella, realmente, quedó sentada en el suelo por el asombro), nos fuimos rumbo al atardecer. Tamara no le dijo ni una palabra a mis padres. Ya han pasado 35 años, pero en cada encuentro, rememoramos esta anécdota. Ya siempre entre sonrisas. ©Spirtyoza
  • En mi infancia, cuando llegaban las fuertes heladas, camino de la escuela, encontré un gorrión tieso. Sabía, porque lo había oído en algún lugar, que los peces podían recobrar la vida, incluso si estos quedaban congelados por el hielo. Metí el pájaro en mi mochila, fui con él a la escuela, regresé a casa y lo coloqué cerca del radiador para descongelarlo. Durante dos días intenté revivirlo hasta que mi madre empezó a buscar la fuente del mal olor. ©Vipman84
  • Mi hermana de 7 años está haciendo algo de papel y me pregunta:
    — ¿A quién debería hacer de papel, un gato niño o una gata niña?
    —¿Y cómo los vas a distinguir? *Me doy cuenta de que, probablemente, hice la pregunta incorrecta*
    — ...por el vestido y la chaqueta. ©UNIBOBSTER
  • Cuando era niño, vivíamos en una ciudad en el norte de un país escandinavo. Cuando le pedía a mi abuela que jugara conmigo, ella rápidamente se cansaba, y a continuación me decía: “En cuanto oscurezca en la calle, vuelvo a jugar contigo de inmediato”. Y así sucedió varias veces. Yo esperaba y esperaba, pero siempre me quedaba dormido antes de que llegase la oscuridad. Después, al crecer, conocí la existencia de las noches blancas... ©Gofessor

¿Cuál de estas historias te ha impresionado más?

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