Una historia sobre cómo un perro puede cambiarle la vida a cualquiera

Historias
hace 3 años

Seguramente todos conocemos a varias personas que se negaban rotundamente a adoptar una mascota, pero en algún momento, algo los hizo cambiar de opinión y su vida dio un giro que no esperaban. La escritora argentina Gilda Manso escribió Curtido y callejero, un cuento que habla precisamente de esto.

Genial.guru comparte con la autorización de la autora esta historia sobre la relación entre un hombre y un perro callejero.

Como todas las mañanas, Juan se vistió despacio y puso la pava para el mate. Encendió la radio a un volumen bajo, para no aturdir a su mente recién despierta. Como todas las mañanas, Juan no pronunciaría palabra hasta dos horas más tarde, cuando el diariero lo saludara y él se viera obligado a contestarle.

Juan vivía solo. En alguna parte de la ciudad tenía un hijo con el que no se hablaba. Errores mutuos los habían separado hacía años. Conocidos en común le habían comentado que Nicolás se había casado y había formado una familia que Juan no conocía. El amor no lleva a ningún lado, se decía Juan. La gente se muere o te abandona, insistía. Tenía una carpintería ubicada en el local de al lado de su casa. Trabajaba como vivía, solo. Y así está bien, afirmaba.

Esa tarde, la lluvia comenzó como llovizna de perfil bajo. Luego fue hablando cada vez más alto, hasta convertirse en una tormenta de antología. Mejor cierro y voy a casa, pensó Juan, apagando la luz del negocio.

Acurrucado en el escalón de la casa, un perro dormía tratando de no mojarse. Era marrón y largo, uno de esos perros curtidos y callejeros que no se asustan por una tormenta más o un plato de comida menos. Espero que este perro no se venga a morir en mi puerta, deseó Juan.

Miró la televisión, se preparó algo para comer y se puso el pijama. Cuando se estaba metiendo en la cama, ya casi medianoche, un trueno quebró el cielo y Juan pensó en el perro. El amor no lleva a ningún lado, se dijo Juan, pero la compasión sí. Por compasión, Juan se volvió a poner las pantuflas y abrió la puerta de calle. El perro se despertó y lo miró. Tan curtido y callejero era, que reconocía al instante un buen gesto. Se desperezó y se metió en la casa, con confianza insolente. Acuéstate acá, le dijo Juan, poniéndole un pulóver viejo en el suelo. El perro movió la cola y obedeció sin discutir.

Lo primero que hizo Juan al día siguiente fue ver si el perro le había despedazado el sillón del living, pero no. Estaba despierto y silencioso, sobre el pulóver, esperando que el dueño de casa dictara las reglas de convivencia. Nada de convivencia, te vas hoy mismo, bramó Juan. Pero no te voy a echar justo ahora, todavía llovizna un poco, agregó suavizado, mirando por la ventana. Ahora voy a desayunar, le informó a continuación, con cierta rudeza absurda. Juan había perdido la costumbre de la conversación; si el perro lo notó, no lo dijo. Se levantó y fue a sentarse al lado de Juan, tranquilo, confiado, como si fuera una rutina ya antigua. Juan le convidó un bizcocho y el perro apoyó la cabeza en sus piernas, con ternura demoledora. En ese instante, Juan se supo perdido. Perdido o encontrado, no pudo precisar.

El resto del día, el perro siguió a Juan a donde fuera. El amor no lleva a ningún lado, le recordaba Juan, cada vez que lo descubría cerca. El perro se limitaba a mirarlo en silencio. Esa noche, el perro volvió a dormir sobre el pulóver. Todavía está nublado, puede volver a llover, justificó Juan.

Pasó el tiempo y el perro no se fue. El pulóver en el rincón del living adquirió jerarquía de cucha definitiva. De a poco, cuando tomaba mate a la mañana, Juan le fue contando su vida. La muerte de su mujer, la partida de su hijo, la llegada de la vejez como amenaza o simple destino. El perro apoyaba su cabeza en las piernas de Juan y lo escuchaba.

Un día, en uno de esos momentos ya sagrados, Juan miró al perro de manera extraña. Como si, de golpe, hubiese entendido algo.

Con un temblor en la garganta levantó el teléfono y marcó un número que, pese a todo, sabía de memoria.

—¿Nicolás? Soy yo, papá.

¿Tienes un perro o un gato? ¿Cómo cambió tu vida? Comparte tu propia historia en los comentarios.

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