20 Anécdotas escolares que demuestran que sacar buenas notas no siempre es cosa de estudiar

Historias
hace 5 horas
20 Anécdotas escolares que demuestran que sacar buenas notas no siempre es cosa de estudiar

A veces, estudiar y obtener buenas calificaciones puede convertirse en un verdadero drama. Un simple examen o una prueba sorpresa pueden dar lugar a situaciones que, con el tiempo, se convierten en anécdotas inolvidables para todo el salón. Los protagonistas de nuestras historias de hoy vivieron momentos de lo más absurdos por culpa de las calificaciones. Algunos recurrieron a la astucia y otros, simplemente, fracasaron por completo.

  • Me gradué con honores gracias a que nunca dejé de insistir con preguntas a los profesores. Siempre me sentaba en la primera fila, lo más cerca posible de donde, en teoría, estaría el profesor mientras daba clase o explicaba alguna tarea. Incluso cuando lo veía en el pasillo, me acercaba con una avalancha de preguntas. Creo que, con tal de que los dejara tranquilos, terminaban aprobándome. Después, con ese historial repleto de sobresalientes, me respaldaba frente a los docentes que dudaban de mí. Si lo hubiera descubierto antes, tal vez también habría obtenido la medalla de oro. © Overheard / VK
  • En la universidad me iba muy mal con el inglés, pero me llevaba muy bien con unas amigas que estudiaban en la facultad de lenguas extranjeras. Ellas fueron quienes me hicieron la traducción de los “miles de caracteres” que necesitaba en inglés. La profesora hojeó el “trabajo” y, con tristeza, me preguntó: “¿No te da vergüenza? Por lo menos lo habrías copiado a mano, la letra es claramente femenina”. Ese fue mi fracaso, reprobé en otoño. © Andrey Starikov / Dzen
  • En una clase, el profesor prometió aprobar al primero que lograra sorprenderlo con algo. Un chico se levantó, caminó hasta el escritorio y se subió los pantalones: llevaba puestos unos calcetines verdes, peludos, con orejas de conejo. El profesor soltó una carcajada y aprobó al alumno© Cleo Gri / Dzen
  • Para ingresar a la universidad, tenía que presentar un examen de física. La noche anterior, un viernes, soñé con el tema que me tocaría. Sabiendo que los sueños de jueves a viernes se hacen realidad, esa mañana repasé todos los contenidos relacionados con ese tema y memoricé las fórmulas necesarias. Y, ¡oh, milagro! ¡Realmente me tocó ese mismo tema en el examen! © Kozerog / Dzen
  • Nuestra profesora de física, en los últimos años de escuela, no disimulaba su antipatía hacia las chicas. Su frase favorita era: “Una chica no puede saber física como para sacar un 10”. Y, una vez más, después de escuchar esa frase, no me aguanté y grité desde la primera fila: “¿Y usted?”. Lo único que recibí fue una mirada seria, y el aula se quedó completamente en silencio. Por cierto, al final saqué un 8, aunque siempre tuve problemas con física. Pero el miedo que sentí en ese momento fue indescriptible. © Overheard / Ideer
  • Un profesor de la universidad contó que, durante un examen, un estudiante tomó su pregunta y, probablemente por los nervios, fue directo a sentarse. El profesor le dijo: “Por favor, pon la libreta sobre la mesa”. El estudiante se levantó, se desabrochó el saco, sacó el libro de texto que llevaba escondido en la cintura y lo puso sobre la mesa. El profesor, con calma, aclaró: “La libreta de calificaciones”. © Iva A / Dzen
  • Mi hijo, que iba en quinto grado, de pronto comenzó a reprobar en geografía, a pesar de que lo había estudiado todo, lo sabía todo, le interesaba, e incluso en casa me recitaba las capitales y dibujaba mapas. Decidí ir a la escuela a averiguar qué estaba pasando. Entré al salón, y sentí un escalofrío en la espalda. Allí, frente al pizarrón, estaba ella. La misma. La maestra que había convertido toda mi vida escolar en una pesadilla. Pensé que ya estaría jubilada. Me reconoció. Sonrió. La misma sonrisa que, cuando era niña, me hacía temblar las piernas. No quise averiguar nada. Simplemente retiré la inscripción y ese mismo día cambié a mi hijo de escuela. Sin explicaciones, sin oportunidades. Pero con ella, no. No iba a permitir que mi hijo pasara por lo mismo que pasé yo. Eso ya había sido suficiente para una vida. © SHKogwarts / VK
  • Un profesor llegó al examen y no quiso escuchar tonterías, o tal vez tenía asuntos pendientes. Dijo: “¿Quién está de acuerdo con un seis?”. Muchos aceptaron, él les puso la nota y se fueron. Luego dijo: “¿Y quién está de acuerdo con un ocho?”. También muchos de los que quedaban aceptaron; no querían que los interrogaran o no estaban seguros de tener conocimientos excelentes. Bueno, al resto les puso un diez. © Van Vanych / Zen
  • Era la primera clase de la mañana para uno de los grupos. Las mesas estaban pegadas a la del profesor. Uno de los compañeros no había dormido bien en la residencia y decidió dormir un poco. El profesor dictaba el tema con voz monótona. Los estudiantes tomaban apuntes. El que dormía simplemente movía el bolígrafo por el cuaderno. Al poco rato, el bolígrafo se le resbaló y rodó hasta la mesa del profesor. Este levantó la vista para ver qué pasaba, y el estudiante, como si nada, continuó “escribiendo” el texto. Por cierto, no hubo quejas ni comentarios. El resto de la clase, el dormilón escribió el material parado en el pizarrón. © Ilya R. / Dzen
  • En la escuela no me iba bien, mis calificaciones eran bastante regulares. Pero en los exámenes de geometría, inglés y psicología brillaba. Tanto, que tres profesores, uno tras otro, me llevaban aparte para regañarme por hacer quedar mal al resto. Hasta el día de hoy no sé si sentirme orgullosa de eso o avergonzada. © Roarlord / Reddit
  • En décimo grado vi a una chica de otro grupo llorando desconsoladamente en el baño, mientras sus amigas intentaban calmarla. Pensé que había pasado algo grave. Me acerqué y pregunté qué había ocurrido, y ellas me respondieron: “Sacó un ocho en el examen”. Han pasado más de cuarenta años desde aquel momento, y todavía lo recuerdo. © Irina / Dzen
  • Hace poco, mi papá me contó que su hermano, mi tío, llevaba dos libretas escolares cuando estaba en la escuela, para que sus padres no lo regañaran por las malas notas. En una anotaba las buenas calificaciones y, en la otra, las malas. Al final del año escolar, mi tío tiró al lago la libreta de las malas. Pero, una semana después, su papá fue a pescar. Milagrosamente, esa libreta no se hundió, sino que quedó atascada entre unos arbustos. Justo esa fue la que su padre sacó del agua por accidente. En casa, la verdad salió a la luz, y a mi tío le dio vergüenza durante mucho tiempo. © Habitación N.° 6 / VK
  • Para el examen era obligatorio llevar un cuaderno con todos los ejercicios resueltos del semestre. Como ya tenía pensado copiar, no me compliqué: escaneé los ejercicios de un amigo, los pegué en mi cuaderno y, al final, escribí: “Igual iba a copiar”. Fui al examen, respondí como pude, entregué mi libreta de calificaciones y me quedé esperando los resultados. Una hora después me la devolvieron, y adentro solo había una hoja: una fotocopia de la página con mi nota, un 2, y una frase escrita a mano: “Igual no ibas a pasar”. © Habitación N.° 6 / VK
  • Desde primer año me decían: “Primero tú trabajas para la libreta, y luego la libreta trabaja para ti”. Yo lo creí de verdad. Me esforzaba, me esforzaba al máximo por sacar las mejores notas. Y llegó tercero: ya era hora de que la libreta empezara a devolverme todo ese esfuerzo. Pero nada que ver. Me exigían más, porque era alumna destacada; me llamaban para participar en eventos, me asignaban los temas más difíciles, me pedían informes más detallados de los laboratorios. Y ahí seguía yo, dándolo todo, solo para seguir esforzándome para estar a la altura de mis propias calificaciones. © Overheard / VK
  • En onceavo grado no asistía a la clase de Educación para la Vida, pero necesitaba las calificaciones, así que empecé a entregar trabajos escritos. Había poca información, así que me las arreglaba como podía: en varias páginas simplemente escribía frases como “¿por qué me pasa esto?” y “odio los extintores”. ¡Y funcionó! Terminé la escuela sin problemas, todo bien. Ya en tercer año de universidad, un día me llama el profe de Educación para la Vida y me dice: “Hola. Estaba revisando tus antiguos trabajos... ¿A quién era que odiabas, eh? ¿Y por qué querías tanto irte a casa?”. ¡Gracias por el recuerdo, Alex P.! © Habitación N.º 6 / VK
  • En décimo grado hicimos una prueba escrita en hojas sueltas. Al día siguiente, la maestra nos dijo que no iba a poner esas notas en el registro, que solo era una evaluación para ver cómo íbamos. Pero en la graduación de onceavo confesó que todos habíamos hecho la prueba de forma terrible, y que simplemente no quiso ponernos calificaciones tan bajas. © Habitación N.° 6 / VK
  • En noveno grado tenía un tutor de matemáticas que, sinceramente, sabía menos que yo. Llegó a nosotros con engaños, buscando ganar algo de dinero en las primeras clases. Yo tampoco tenía intención de estudiar matemáticas en serio, así que formamos una especie de alianza conveniente. Durante medio año, venía dos veces por semana a mi casa y se ponía a jugar en la computadora, mientras yo me quedaba pegada al celular. Aun así, mis calificaciones mejoraron un poco, porque simplemente habló con mi profesor, y nuestro secreto jamás salió a la luz. © Habitación N.° 6 / VK
  • En la primaria, a todos nos habían dado la tarea de aprender un poema de memoria. Llamaron al compañero de al lado y él dijo que no lo había aprendido. Le pusieron un 2 y volvió a su lugar. Se sentó y se rió en voz baja. Su amigo le preguntó qué le causaba tanta gracia, y él le respondió: “¿Viste cómo engañé a la profesora? ¡En realidad sí lo había aprendido!”. Una estafa de nivel 80, básicamente. © barbarian6 / Pikabu
  • Nunca fui buena en álgebra, pero por primera vez en mi vida me preparé y resolví todo de maravilla. La maestra me puso un 6 con el argumento de que había copiado. Mi papá fue a la escuela a aclarar la situación. Volvió riéndose tanto que ni siquiera podía explicarme qué había pasado. Cuando por fin pudo hablar, me contó: a la profesora no le gustó que yo, una alumna promedio, empezara a hablar mucho (según se enteró) con su hijo, que estaba en otro grupo. Dijo: “Voy a corregirle la nota, pero por favor, hablen con ella”.
  • Escuela. Clase de cocina. Éramos muy pequeñas. La semana pasada preparamos sopa, y ahora, ¡ensalada de remolacha! Todas las chicas cuchicheaban, emocionadas, diciendo que en casa se iban a lucir: comerían una ensalada recién hecha. Para algo habíamos aprendido, ¿no? Llega la semana siguiente. Mi amiga aparece en la escuela con un recipiente lleno de ensalada de remolacha. Dice que la preparó en casa después de la clase anterior. Su padrastro la probó y comentó: “Qué ensalada tan rara”. Pero se la comió. La volvió a preparar ayer. Misma historia. Esta vez, trajo un poco para que la maestra, como experta, le dijera qué estaba mal. La profe la prueba, entrecierra los ojos y pregunta: “¿Y pelaste la remolacha?”. ¡Por supuesto que no la peló! Lo más gracioso es que el padrastro se comió casi kilo y medio, ¡y ni cuenta se dio! © marulyaa / Pikabu

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