15 Gestos de bondad que duraron segundos, pero tocaron el alma para siempre


Hace apenas unos días me encontré con una exvecina. En nuestra infancia fuimos amigas, pero con el tiempo nuestros caminos se separaron. Lo único que sabía de ella era que había estudiado Arquitectura y que, posteriormente, había comenzado a ejercer en su profesión. Y, de pronto, me sorprendió con esta frase: “¿Puedes creerlo? Ahora soy manicurista”. A continuación, comparto su historia con sus propias palabras.
En la escuela practicaba con mis compañeras de clase. A las chicas les encantaba la manicura, aunque a los profesores no tanto. En una ocasión, incluso llamaron a mi madre a la dirección y, después de eso, me prohibió continuar con mi “trabajo extra” en la escuela. Entonces trasladé mi salón improvisado a casa, y comenzaron a venir no solo mis compañeras, sino también chicas de otros cursos. Claro que no les cobraba dinero; solo, de vez en cuando, les pedía que trajeran sus propios esmaltes.
Cuando crecí, llegó el momento de elegir una profesión. Por supuesto, quería ingresar a una escuela técnica para convertirme en manicurista, pero cuando les conté mi deseo a mis padres, ambos respondieron con un rotundo “no”.
Mi madre me dijo: “Necesitas una profesión de verdad. Con la manicura no vas a ganar dinero y, además, ¿qué clase de trabajo es ese, limar uñas?”
Intenté convencerla mostrándole videos de manicuristas con los que yo misma aprendía; incluso le pasé algunas de sus historias para que las leyera, pero nada logró cambiar su opinión. Finalmente, acordamos que estudiaría Arquitectura y logré ingresar a la universidad con una beca. Mis estudios eran muy exigentes y absorbían casi todo mi tiempo. Aun así, de vez en cuando hacía las uñas a mis compañeras de clase. En ese momento, ya contaba con una lámpara y otros materiales necesarios para el trabajo, que había comprado con mi beca estudiantil. Pero esta vez no lo hacía gratis: cobraba, aunque dos o hasta tres veces menos que el promedio en la ciudad. Lo que ganaba lo usaba para comprar esmaltes y materiales.
Después de terminar la universidad, conseguí trabajo como asistente de arquitecto en la firma de arquitectura más grande de mi ciudad, con más de un millón de habitantes. El sueldo era bueno: pude mudarme de la casa de mis padres a un departamento alquilado. Los fines de semana seguía haciendo manicura, esta vez a mis antiguas compañeras de clase y a algunas amigas. No lo hacía por dinero, sino simplemente porque lo disfrutaba.
Así pasaron cinco años. El trabajo como asistente comenzó a agobiarme, especialmente durante el último año. Con el tiempo, había logrado ahorrar una suma que me permitiría vivir tranquilamente por al menos seis meses. Entonces le dije a mi jefe que renunciaba. Me preguntó si la competencia me había hecho una mejor oferta, y le dije la verdad. Me miró como si estuviera loca, pero no intentó disuadirme.
Mis colegas se rieron cuando les dije que iba a dedicarme al mundo de la belleza. Decían que estaba cambiando un trabajo “de verdad”, para limpiar uñas. Mi novio de ese entonces solo me preguntó en voz baja: “¿Estás segura?” Luego me miró de forma extraña y desapareció todo el día. Por la noche, encontré sobre su escritorio un comprobante de pago de un curso de manicura. Se sonrojó y me dijo que había querido regalármelo, pero no le dio tiempo.
Tres meses después, obtuve el diploma y supe que había llegado el momento de hacer realidad mi sueño.
Ahora tenía dos opciones: atender desde casa, promocionándome a través de sitios especializados, o trabajar en un salón y recibir un porcentaje por cada cliente. Me decidí por esta última opción. En ese momento, me parecía la más conveniente desde el punto de vista económico, además de que no tendría que preocuparme por conseguir clientas. Fui al salón donde me había formado y pregunté si necesitaban manicuristas. Resultó que, justo en una de sus sucursales, estaban buscando a alguien, y no dudé en aprovechar la oportunidad.
Trabajar como empleada no resultó ser lo que esperaba. Tal vez tuve mala suerte, pero casi todas mis clientas eran, como mínimo, altaneras, y apenas dos o tres de cada diez eran fríamente corteses. Algunas me gritaban o eran groseras, alegando que, por lo visto, no había sido buena estudiante y que, por eso, había terminado limando uñas. Pero lo que más me frustraba era cuando una clienta cambiaba de idea a mitad del servicio: por ejemplo, comenzaba a hacerle una forma almendrada y, de pronto, decidía que prefería uñas cuadradas.
Y entonces, un día, entró una mujer, vestida con pieles y otras señales evidentes de riqueza. Durante todo el procedimiento guardó silencio, aunque, de vez en cuando, me lanzaba miradas intensas, como si intentara recordar algo. Cuando terminé la manicura, finalmente habló: “¡Claro! En tu estudio nos hicieron el proyecto de nuestra casa. ¿Y por qué te despidieron de allí?”. Le respondí que había renunciado por decisión propia, pero, por su expresión, supe que no me creyó.
La toleraba porque “el cliente siempre tiene la razón” y, además, las normas de nuestro salón establecían que, ante cualquier conflicto, la culpa sería del manicurista. A veces, llegaba a casa, me dejaba caer sobre la cama y lloraba con la cara hundida en la almohada. Hubo momentos en los que pensé en volver a mi antiguo trabajo, pero fue mi novio quien me hizo desistir. Él había visto lo desanimada que salía, cada día, rumbo al estudio de arquitectura. Fue él quien me propuso dejar mi empleo fijo y dedicarme a hacer manicuras desde casa; incluso se ofreció a prepararme un espacio de trabajo. Renuncié al salón por teléfono.
En un par de días preparamos mi espacio de trabajo. Sí, gasté una buena parte de mis ahorros en eso, pero ahora podía atender a las clientas como corresponde y estaba completamente convencida de que me iría bien. Publiqué un anuncio, subí fotos de mis trabajos y me dispuse a esperar respuestas. Fijé el precio un 20 % por debajo del promedio de la ciudad: así sería más fácil atraer chicas para hacerse una manicura. Revisaba el teléfono cada cinco minutos, con la esperanza de recibir un mensaje de alguna posible clienta.
La gente veía mi anuncio, pero nadie respondía. Bueno, en realidad, llamó una mujer. Se presentó como manicurista, dijo que vivía cerca y, de repente, empezó a gritarme que yo ofrecía precios muy bajos y le estaba robando la clientela. No supe qué contestar, así que simplemente la bloqueé. Un comienzo brillante, sin duda.
Me encontraba en casa, sin clientas. Miraba por la ventana y observé a una chica extraña dando vueltas en la calle. Alternaba entre mirar su teléfono y detenerse frente a los carteles. Decidí ir a prepararme un té. Justo en ese momento, sonó el timbre. Abrí la puerta, y era la misma joven. No pude evitar emocionarme: necesitaba con urgencia una manicura para su boda. Su propia boda, que tendría lugar al día siguiente. Se había roto dos uñas y su manicurista no estaba. En fin, en dos horas le hice una manicura estupenda.
Han pasado tres años desde entonces. Ahora tengo mi propia cartera de clientas, todos los días están agendados, y atiendo en un estudio que alquilo. Trabajamos en equipo: yo me encargo únicamente de la manicura y mi compañera, del pedicure, aunque, si es necesario, podemos cubrirnos. Les hablé a mis padres sobre mi nuevo trabajo solo un año después, cuando ya tenía suficientes clientas y mis ingresos se volvieron estables. Mi madre, por supuesto, suspiró, pero cuando le dije cuánto ganaba, que era el doble de lo que ganaba en esa agencia, se quedó tranquila. Otro punto a mi favor fue la compra de un coche: ahora mi madre ya no tiene que cargar con todo para ir a la casa de campo en tren.
Mi objetivo es abrir más salones de uñas. Ya he considerado un par de lugares, pero todavía no he reunido lo suficiente para comprar todo el equipo. Además, también me dedico a formar a otras manicuristas, o incluso a chicas que solo quieren aprender a hacerse la manicura ellas mismas. Aunque eso, como dirían los taxistas, lo hago más bien por gusto.
Por supuesto, no todo es tan sencillo: hay clientas insatisfechas y momentos de agotamiento en los que dan ganas de dejarlo todo e irse a la Antártida a visitar a los pingüinos. Pero el amor por mi profesión lo supera todo, y, claro, también el dinero.
Una vez vino a hacerse la manicura una excompañera de escuela que me había hecho la vida imposible en aquellos años. Comenzamos a conversar y, de repente, me dijo: “Déjame ayudarte a conseguir un trabajo de verdad, y al cabo eres arquitecta de profesión”. Le respondí sin rodeos: “Gracias por preocuparte, pero estoy en el lugar correcto y me pagan mejor”.
Ya he formado mi propio círculo social, formado por otras manicuristas independientes. Charlamos por redes sociales, compartimos secretos, e incluso, de vez en cuando, salimos juntas a tomar un café. Por supuesto, no faltan los chismes sobre clientas. Una vez, una colega me contó una historia que me hizo reír a carcajadas: “Mientras le limaba las uñas a una clienta, conversábamos. De pronto, me di cuenta de que era la nueva esposa de mi exmarido. Me reí y se lo dije. Ella se sonrojó de inmediato y metió la mano izquierda bajo la mesa con torpeza. Resulta que llevaba una pulsera que mi exmarido me quitó con orgullo después del divorcio y dijo que se la daría a su nueva esposa”.
Mi novio, bueno, ahora mi esposo, nos observa y, a veces, en broma, dice que también va a dejar su trabajo para convertirse en manicurista. Y yo no me opongo; así podrá atender a quienes quieran embellecer sus uñas en otro de nuestros espacios.
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