Experimenté la depresión posparto personalmente y estoy lista para contar sin adornos cómo las madres jóvenes pierden la cordura

Psicología
hace 5 años

Casi todos han oído hablar de un fenómeno de la depresión posparto. Pero muchos creen que es un síndrome ficticio y asocian el estado nervioso de la nueva madre con “capricho”, “ociosidad” y “egoísmo”. Mientras tanto, las mujeres que acaban de dar a luz a menudo necesitan ayuda psicológica. A veces, los síntomas pueden ser poco evidentes, y ni siquiera las personas cercanas se dan cuenta de que la madre es casi incapaz de controlar su comportamiento. Según las estadísticas, una de cada seis madres jóvenes se enfrenta a la depresión posparto. Y yo me convertí en una de ellas.

Le contaré mi historiaGenial.guru y comprenderás que, sin una intervención oportuna, esta enfermedad puede destruir la familia y la vida de una mujer.

Un parto difícil

Miro a mi hijo de 2 años dormido y no puedo creer que hubo un momento en que su nacimiento casi me volvió loca. Hoy me obligaré a recordar todo lo que me pasó en los primeros seis meses de su vida. Para ser honesta, representé una amenaza real para mi vida y para la salud de mi bebé. Pero vamos por partes.

Mi esposo y yo siempre hemos llevado un estilo de vida activo: viajábamos, salíamos con amigos, hacíamos deporte, íbamos al cine y a los restaurantes en nuestro tiempo libre. Un año después de casarnos, decidimos que ya habíamos disfrutado bastante de la compañía del otro y que era el momento de tener un bebé. La decisión era consciente: después de todo, teníamos más de 30 años, “el tiempo corre”, como se dice.

Planeamos el embarazo cuidadosamente: primero hicimos todos los análisis, cambiamos a una dieta saludable, abandonamos los malos hábitos. Y ahí estaban: las esperadas dos rayas. Mi esposo me cargaba en sus brazos, cumplía todos mis caprichos y las madres jóvenes que yo conocía me decían: “Disfruta tu tiempo libre, después será muy difícil”. Yo asentía, pero por dentro me reía, diciéndome que solo era así para ellas, en cambio yo sería la esposa más feliz y, lo más importante, mamá.

En un frío día de febrero, nació nuestra felicidad. Siempre pensé que tenía un umbral de dolor alto. Pero el parto... no podría ni imaginarme algo peor. Fue muy difícil, tuve desgarros, después de lo cual no pude sentarme durante 3 semanas. Durante casi un mes permanecí acostada en la cama, y necesitaba ayuda incluso para moverme. Necesitaba unos cuidados tan minuciosos como el bebé que tenía en mis brazos.

Debo darles crédito a mi esposo y a mi suegra: me ayudaron lo mejor que pudieron. Pero en una situación así, cualquier ayuda siempre parece poca. Todo lo que me pedían era que pasara tiempo con el recién nacido y, lo más importante, que lo alimentara bien. Pero era terriblemente doloroso para mí amamantar: nunca había experimentado sensaciones tan desagradables como la bajada de la leche.

Bebé inquieto

No tenía ningún sentimiento especial por mi hijo, realizaba todas las acciones automáticamente: alimentar, lavar, cambiar el pañal, poner a dormir; hacía todo como si estuviera envuelta por la neblina. El niño era inquieto, dormía poco, no me alcanzaba el tiempo y sentía una constante impotencia. Ya no me pertenecía a mí misma, me sentía solo como una madre, pero no como yo misma.

En ningún momento pensé en abandonar al bebé, era simplemente que todo lo que estaba pasando me parecía una especie de trabajo de condenada. No es que hubiera esperado tener a un lindo bebé de mejillas rosadas que no hiciera más que sonreír a la cámara en diferentes atuendos. No, sabía que la maternidad era difícil. ¡Pero no tanto!

No tenía ni un segundo de tiempo libre, el bebé lloraba casi constantemente: los cólicos eran tan fuertes que yo pasaba todo el día consolándolo. Con cada ataque de mi hijo, yo experimentaba toda una gama de sentimientos: lástima, el deseo de hacer todo lo posible para que al pequeño se le fuera el dolor, desesperación y rabia. Sí, una verdadera ira de cuya existencia solo sabíamos el indefenso niño y yo.

El recién nacido dormía en una cuna en nuestro dormitorio, pero cuando comenzaba a llorar por la noche, me iba a la sala de estar y pasaba allí mis noches en vela. Raramente pedía ayuda, quería manejar la situación yo misma. Pero por la mañana, miraba a mi hijo con mis ojos hinchados, sus gritos retumbaban en mis oídos, y algunas veces comenzaba a sacudirlo violentamente para que se callara. Y él comenzaba a gritar aún más, provocando que tanto mi esposo como mi suegra, cuando se quedaba a dormir en casa, vinieran corriendo.

Nadie podía siquiera imaginar que era yo la que estaba lastimando al niño. La abuela lo tomaba suavemente en sus brazos, le cantaba canciones, se mecía con él y él se dormía. Y yo miraba al bebé dormir pacíficamente y comenzaba a odiarme. Comencé a tenerle miedo al bebé, porque él había destapado lados tan oscuros de mi alma que me daba terror.

Renuencia a cambiar el estilo de vida

En nuestra sociedad se espera que una madre pase las 24 horas del día con su hijo y que reciba un verdadero placer del proceso. Pero mis sentimientos maternos se negaban a despertar: solo había un deseo de hacer todo a la perfección, pero nada salía a la perfección, y sabía que era mi culpa.

Dedicaba mi tiempo libre de la maternidad al trabajo. No me permitía dormir durante el día: tenía mi propia tienda en línea. Nuestra familia no pasaba necesidades económicas, pero yo quería demostrarme a mí misma que podía hacerlo todo. Corresponder a la madre ideal de las fotografías de Internet: bien arreglada, esbelta, con niños felices, logrando ganar buen dinero.

Todo el día giraba como un hámster en una rueda, y por la noche: amamantar, mecer, calmar. Como resultado, llegué al límite y quedé exhausta. La falta de sueño, el estado nervioso, la falta de nutrición adecuada, el niño gritando, las lágrimas, la ansiedad interminable, el aislamiento de la sociedad, los reclamos a mi esposo: todo se había entrelazado en una gran bola en la que me había enredado y ya no había salida.

Me parecía que nadie me estaba ayudando y que ni una sola persona en el mundo entendía lo difícil que todo era para mí. Me ponía histérica ante el más mínimo intento de mi esposo de pasar tiempo fuera de casa: le prohibí que se reuniera con sus amigos o que fuera a entrenar y hasta podía llegar a gritarle por el hecho de que estaba en un atasco de tráfico y tardaba en llegar a casa. Mientras que a mí se me permitía todo: él solo estaría a favor si yo quisiera ir a algún lado, pero yo no quería salir a ninguna parte con el niño.

Mi esposo la tuvo más difícil que nadie: me sentía mal y quería hacer que él se sintiera mal también. La conversación más banal terminaba conmigo llorando sin poder parar, porque él no podía entenderme. Él creía que él ganaba el dinero y yo debía ocuparme del niño. No prestaba atención al hecho de que yo también trabajaba, considerando que, dado que lo hacía porque quería y no por necesidad, tenía suficiente energía para todo. Y yo estaba en mi último aliento.

Problemas con la alimentación

Tenía poca leche desde el principio, y luego se produjo un estancamiento y pasé 3 días con 40 grados de fiebre. Esperaba morir. Pero no sucedió. Pero la leche desapareció por completo. Mi sueño se hizo realidad: ya no tenía que amamantar, pero con un biberón de fórmula infantil en las manos comencé a sentir que era una madre deficiente.

Con la transición a la alimentación artificial, el bebé tuvo un dolor de estómago aún peor. Los familiares y las amigas que ya habían pasado el bautismo de fuego de la maternidad compartían consejos y recomendaciones. Para mí, todo sonaba como “no puedes hacerlo, eres una mala madre”, y esto aumentaba el estrés y el sentimiento de culpa. Lo único que quería era que todos me dejaran en paz.

Había muchos casos en que el niño no dormía durante los paseos, sino que lloraba sin cesar. Mis nervios comenzaban a ceder y al mecerlo podía darle al cochecito tal sacudón que el bebé se golpeaba la cabeza contra el costado de la cuna y comenzaba a gritar desgarradoramente. Me daba vuelta para ver si alguien había visto mi colapso, y corría a consolar a mi hijo, llorando y pidiendo perdón.

Me sentía la persona más hipócrita del planeta. Frente a las personas que conocía, era una madre cariñosa y, al mismo tiempo, me veía muy bien arreglada: al verme, nadie habría adivinado que tenía un grave ataque de nervios. Se volvió peligroso incluso quedarse en casa: vivíamos en el séptimo piso, y comencé a tener recurrentes pensamientos de que, si todo se volvía completamente insoportable, saltaría desde allí. Y que otros se ocupen de allí en más.

Día X

Ese día estaba corriendo entre el trabajo y las tareas domésticas y, como si fuera a propósito, mi hijo me exigía más atención que nunca. Le di un buen sacudón para que volviera en sí, lo dejé en su cuna y salí por la puerta, esperando un ataque de llanto, pero el niño guardó silencio. Regresé y lo vi desde un lado, tan pequeño, indefenso, asustado. Me di cuenta de que estaba rompiendo la psique de mi bebé con mis acciones. Después de todo, yo era la única persona en quien él podía confiar, ¡pero, en cambio, le estaba haciendo eso! Era sorprendente que no lo hubiera entendido de inmediato, ¿verdad?

Este incidente me cambió para siempre. Me eché a llorar y nunca más me permití ser brusca con mi niño. Pensé en la opción de contactar a un psicólogo y no veo nada vergonzoso en eso, pero para empezar decidí confesarle a mi esposo que no solo no estaba logrando hacer frente al papel de esposa, sino también al de madre.

Dividimos las responsabilidades de las tareas domésticas y el cuidado del bebé entre nosotros, le pedimos a mi madre que se mudara a nuestra casa por un tiempo y contratamos a una asistente remota para la tienda en línea. Comencé a dormir durante el día y volví a las clases de yoga. Unas pocas horas sin tu hijo te devuelven el deseo de estar con él. Poco a poco, las cosas mejoraron: los cólicos pasaron, el llanto se hizo cada vez menos frecuente. El niño comenzó a reír a menudo, y cada vez mi corazón se derretía de ternura. Todo lo vivido parecía una terrible pesadilla.

Dos años después

Es triste el hecho de que las madres jóvenes no estén listas para pedir ayuda porque todas escuchamos de la generación anterior: “Nosotras criábamos a tres a la vez y no sabíamos nada sobre ninguna depresión”. Mientras tanto, muchas mujeres conocen el sentimiento de “Soy una mala madre” o “No soy una madre en absoluto”. Al ver pasar a una mujer con un cochecito nunca sabrás cuántas veces al día llora y lo cansada que está de la rutina.

A menudo, los síntomas pueden estar tan enmascarados que ni siquiera los seres queridos se dan cuenta de que la madre ya ha cruzado la línea detrás de la que le resulta cada vez más difícil hacer frente a su condición. Lo confirma el hashtag #faceofdepression (“cara de depresión”). Las madres jóvenes no tuvieron miedo de hablar sobre la depresión posparto, aunque era imposible sospecharla en ella mirando sus caras sonrientes. Esto confirma una vez más que los seres queridos deben estar más atentos.

A todas aquellas que ahora están en una situación similar, solo puedo decirles una cosa: procésalo, eso es todo, ¡eres una madre! Los ataques de lágrimas, los sentimientos de impotencia, los dolores, la sensación de ser una marmota de día (¡y de noche!): esto le sucede a casi todas las mujeres que acaban de dar a luz. Todas tienen sus propios motivos, pero no es necesario que te compares con alguien o con las fotos familiares ideales de tus amigas en las redes sociales. En la mía también están solo las fotos más jugosas y las caras felices, pero cuántas noches de insomnio, cuántos colapsos nerviosos hay detrás de ellos, eso es algo que solo lo sé yo.

Lo más importante en una situación de crisis es no quedarse sola. Habla francamente con tu esposo, quien, créeme, tampoco la está pasando bien, llama a tus amigas con más frecuencia, únete a una comunidad sobre el tema en las redes sociales para sentir apoyo y saber que no eres la única y que esta condición se puede tratar. Pero, si sientes que no estás mejorando, debes consultar a un psicólogo. Puedes acudir a la clínica prenatal donde te observaron durante el embarazo. La mayoría de las clínicas ya tienen un médico destinado a tratar este tipo de estado y nadie te tratará de loca allí.

Hoy, mi hijo tiene 2 años y medio y disfruto enormemente mi papel de madre. Estoy feliz de que no recuerde el período por el que me avergüenzo y de que me diga: “Mami, te amo. ¡Te extrañé tanto!”. Soy capaz de dar el mundo entero por estas palabras.

Imagen de portada petrograd99 / depositphotos

Comentarios

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Conozco varias personas que sufrieron de esta depresión y no lo contaban por miedo a parecer malas madres

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La gente no entiende cómo puedes estar triste tras tener lo mejor de tu vida pero pasa mucho

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Creo que cada madre necesita su tiempo para acostumbrarse a los cambios que trae un bebé, y en el trascurso puede sufrir mucho

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