“¡Gracias, pero prefiero trabajar!” He dejado de tomar vacaciones en verano y estoy más que feliz por ello

Gente
hace 2 meses

A nuestra familia le encanta viajar, y realmente nos da igual en qué formato se desarrollen las vacaciones: ya sea en la playa o recorriendo las calles de la ciudad y visitando museos. Lo importante es planificar el tan esperado viaje con sentido y organización. Sin embargo, hay una temporada en la que no me sacas de la ciudad ni a la fuerza, y esa es el verano. Que Dios me libre de volver a salir de vacaciones en esos tres meses.

Las negociaciones para coordinar las vacaciones son una pesadilla

Resulta que tanto para mi esposo como para mí, el verano es la época más agitada en el trabajo. Conseguir siquiera una semana de descanso requiere tal grado de intriga que hasta Maquiavelo envidiaría. Todo tipo de excusas se ponen en marcha. De repente, los colegas tienen parientes enfermos en todas partes del país o ellos mismos empiezan a mostrar síntomas.

En el trabajo de mi esposo, una compañera astuta le pidió al jefe unos días libres en plena crisis, jurando que iba a cuidar a una tía enferma. Luego, empezó a publicar fotos de la playa en su perfil. El escándalo a su regreso fue monumental.

Yo, en teoría, podría conseguir un permiso de dos semanas. Pero ni me imagino el esfuerzo que me costaría coordinarlo con los días libres de mi marido. Después de esas negociaciones, ni fuerzas me quedarían para reservar los boletos. Además, no estoy dispuesta a irme a un resort con mi hijo sin mi esposo.

Baño entre multitudes en lugar de nadar en el mar

No soy misántropa, pero solo de ver una playa abarrotada en plena temporada me dan ganas de desmayarme. Afortunadamente, no somos muy aficionados a tomar el sol, así que no suele ser un problema encontrar una sombrilla libre. Pero adentrarse en el agua abriéndose paso entre la multitud, eso sí que no.

Una vez, mi esposo y yo fuimos al mar en julio. Por la mañana fuimos a la playa para darnos un baño. Pero había tanta gente que ni se veía el agua entre las cabezas. Tras deambular dos horas bajo el sol, finalmente encontramos un rincón acogedor: solo unos 20 turistas descansaban allí, y no había nadie en el mar. Emocionada, arrojé mi toalla en la arena y corrí como una gacela hacia las olas.

Estaba disfrutando del agua, cuando de repente emerge de debajo de mí un hombre enorme y sonrojado. Casi me da un ataque del susto, y él, como si nada, me dice: “Señora, se me volaron los bañadores con la ola. ¿Me ayudaría a encontrarlos? Le compraré un elote caliente como agradecimiento”. Me puse roja como mi bikini y salí del agua como un pingüino. Después de eso, solo nadábamos por la tarde.

Interactuar con otras personas en la playa es inevitable, lo cual no siempre es agradable. Una vez, estábamos descansando, cuando de repente un tipo se le acerca a mi esposo, con los ojos desorbitados, el pelo erizado, y temblando: “¡Amigo, te lo ruego, ayúdame!”. Mi esposo pensó que era una emergencia y casi se levanta de un salto, pero el hombre le explicó: “Verás, hay una mujer hermosa detrás de esas rocas, como una diosa. Ven conmigo para que podamos hablar con ella, porque si voy solo, mi esposa me hará una escena. ¡Pero si vamos juntos, solo parecerá que fuimos a dar un paseo!”. Si hubieras visto la cara de mi marido... me caí de la silla de tanto reír.

El carbón activado se convierte en el mejor amigo de la familia

A veces pienso que el calor y las infecciones estomacales están hechos el uno para el otro. Basta con comer maíz en la playa o no lavar bien la fruta, y ya tienes asegurado un par de días en cama. El verano pasado, unas amigas llevaron a sus hijos al mar. En algún lugar del agua, los niños contrajeron una infección por rotavirus. Dos se recuperaron rápidamente, pero uno terminó en el hospital una semana.

Nunca olvidaré cuando regresábamos con mis padres en tren desde el sur. Mi papá solo consiguió boletos en vagón de tercera clase. Un calor insoportable, la gente amontonada, y yo, encima, había comido cerezas sin lavar al inicio del viaje. Pasé dos días encerrada en el baño.

Los precios te dejan boquiabierta

Otro dolor de cabeza son los precios en temporada alta. Todo, desde los boletos hasta la comida, cuesta un ojo de la cara. Y el nivel de servicio deja a mi perfeccionista interior retorciéndose de dolor. Entiendo que los hoteleros y dueños de restaurantes necesiten ganar dinero. Pero eso no consuela mucho cuando pagas una fortuna por una habitación minúscula sin ventanas.

Una pareja amiga fue al sur en agosto y, en el último momento, consiguieron una habitación en un hotel por un precio de ganga. Estaban felices como niños. Pero cuando llegaron a la habitación, todo parecía estar en orden, hasta que la esposa decidió abrir las cortinas para ver la vista. Se quedó petrificada: lo que se veía era un pasillo. Nunca entendieron por qué había una ventana hacia otro cuarto, pero pasaron dos semanas disfrutando de los gritos y el ruido de otros huéspedes paseando por el corredor.

Lo mismo pasa con otras cosas. Los lugareños suelen estar encantados con la llegada masiva de turistas y se apresuran a venderles comida y souvenirs a precios exorbitantes. Los turistas, aturdidos por la fiebre del verano, a menudo no se dan cuenta, pero luego se quejan y maldicen a los vendedores.

Recuerdo a una amiga, furiosa, que me susurraba con rabia sobre lo caros que eran los cocos en la playa. Los vendedores estaban desquiciados, ¡20 dólares por esa exótica fruta! Tuve que abrirle los ojos y decirle que, literalmente a la vuelta de la esquina, en una frutería, los cocos costaban diez veces menos. Claro, si te vas a buscarlos allí, puedes perder tu lugar tan preciado.

Alimentarse con lo que se encuentra por ahí

Otra “maravilla” del verano son los cafés y restaurantes abarrotados. Hay que esforzarse para encontrar una mesa libre y cazar al camarero. Y luego, solo queda esperar horas por tu pedido. Y no es seguro que llegue. Así que a veces terminas alimentándote de frutas y verduras o, con las mangas remangadas, cocinando tú mismo. Todo un deleite en vacaciones.

Unos días intentamos sin éxito entrar a un restaurante en el resort. Llegamos temprano y conseguimos una mesa libre. Con gran entusiasmo, pedimos pescado y ensaladas, y nos preparamos para esperar. Pasa media hora, una hora, y nuestra mesa sigue vacía.

Los camareros que pasaban corriendo nos aseguraban con una sonrisa que en cinco minutos todo estaría listo. Finalmente, interceptamos al nuestro. Nos miró como si fuéramos un bicho raro y nos dijo: “¡Ah, pero es que el pescado se ha terminado! ¿Qué quieren pedir en su lugar?” En resumen, salimos de ese restaurante con las manos vacías, dejando la mesa libre para otros desafortunados.

Pasar el día bajo el aire acondicionado suena tentador

Admiro sinceramente a las personas que soportan el calor con facilidad e incluso lo disfrutan. Yo, en cambio, cuando la temperatura supera los 26 °C, me convierto en un trapo flojo y solo sueño con meterme en un congelador. Así que caminar por calles ardientes o playas abrasadoras es algo que solo vería en una pesadilla. El aire acondicionado es una bendición, pero no se puede recorrer todo un destino corriendo de tienda en tienda para refugiarse.

Hace unos 15 años, nos dio por ir a España en agosto. En la costa, la temperatura era más o menos soportable, pero a mí se me antojó un poco de turismo cultural, así que arrastré a mi esposo a Sevilla para ver el Palacio de Alcázar.

Con 40 °C en la calle y el asfalto derritiéndose, estábamos en una enorme fila para comprar los boletos. Después de media hora, ya me sentía a punto de desfallecer, y mi pobre esposo me llevaba de una farmacia a otra tratando de averiguar cómo reanimarme. Al final, entramos al Alcázar, pero apenas recuerdo la visita. Lo único que me dio alivio fue que dentro del palacio estaba más fresco que fuera.

Salir a la playa solo es posible de noche

Otro problema es que mi hijo y yo tenemos la piel muy blanca y no sabemos broncearnos. O nos ponemos como cangrejos cocidos o andamos por ahí cubiertos de una gruesa capa de protector solar. Cuando salimos por primera vez al sol, la gente en la playa parecía pensar que éramos vampiros de vacaciones. Con cierta expectativa, esperaban que nos prendiéramos fuego. El sol veraniego del sur solo lo toleramos en dosis muy limitadas. Pasear por el destino envuelto en varias capas de ropa y con un paraguas es una experiencia más bien dudosa.

Además, parece que a veces soy alérgica al sol. Una vez, cuando era joven, estaba de vacaciones en la costa. Me tostaba al sol y decidí meterme al agua. Me levanté lentamente y noté que el hombre de la reposera vecina me miraba raro. Me toqué el cuerpo para asegurarme de que el bañador estaba en su sitio. Miré al hombre con una pregunta muda. Él tomó aire y dijo: “Señora, ¿no ve que está cubierta de manchas? ¡Parece un leopardo!”. Y era cierto: en lugar de un bronceado parejo, mi piel tenía un patrón extraño de manchas rojas hinchadas. No tuve más remedio que ir al médico.

Ahora viajamos en otoño y no podemos estar más contentos

Así que ahora preferimos irnos de vacaciones a finales de septiembre o en octubre. Hay menos gente, los precios son razonables y aún se puede nadar. Para nuestro hijo es una doble alegría: falta a la escuela.

En verano, simplemente nos escapamos a las afueras los fines de semana, y a veces tomamos unos días libres para hacer una mini escapada. Nuestro hijo pasa varias semanas en la casa de campo, unas veces con una abuela, otras con la otra.

Es genial que algunas personas sepan organizar sus vacaciones en verano y realmente disfruten de ellas. Y entiendo que hay quienes solo pueden tomarse un descanso en esa época del año. Pero para nosotros, pasar un par de semanas en un resort en temporada alta es una tortura. Así que, gracias, pero prefiero trabajar o quedarme en casa.

Por cierto, muchas personas regresan de sus vacaciones con un montón de historias que contar.

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