Una historia real sobre cómo, por descuido, una persona puede verse privada de la felicidad familiar

Gente
hace 3 años

“Tuvimos un matrimonio normal”, dijo Juan. Normal. Como todo el mundo. Un departamento de su abuela, de una sola habitación. Fue renovado hace solo 10 años. Juan tenía un trabajo. Su sueldo no era malo. Su esposa también trabajaba. Juan estaba de acuerdo. No era un hombre patriarcal que encerraría a su pareja en casa. Para ser sinceros, los tres no hubieran podido vivir con un patriarcado. Tenían una hija.

Su esposa también tenía un buen sueldo, pero además trabajaba a tiempo parcial. Trabajó todo lo que pudo. Era una enfermera, después de todo. Sabía cómo ganar dinero: uno necesita un suero a domicilio, otro un masaje para un bebé.

“Una familia normal”, dijo Juan, como si se justificara. Por las tardes, la esposa se encargaba de la cocina. Juan jugaba con autitos. La hija hacía los deberes. A veces acudía a su madre a pedirle ayuda. Y ella, sin quitarse el delantal, explicaba, contaba, preguntaba. Las dos se reían. Luego la hija volvía a su escritorio, masticando un tallo de col. ¿No es eso la felicidad?

La felicidad se desmoronó en un segundo. Estuvo, y luego desapareció.

El tío de su esposa murió. Le dejó un departamento como herencia. Una semana después, la esposa de Juan lo dejó. Sin escándalos ni rabietas. No escuchó las objeciones de Juan, paró gentilmente el flujo de acusaciones y lamentos: “Está decidido. Lo siento, Juan. Me voy”. Y se fue. Se llevó a su hija con ella. ¿Por qué? ¿Qué había para ella en ese departamento?

Un mes después la vi por la calle por casualidad. Muy bonita. Contenta. Se le fueron las ojeras. Sonreía. No a él, al mundo.

Llamé en secreto a su hija: “¿Tu mamá está saliendo con alguien?”. Resultó que no. Era solo que la vida de su madre se había vuelto... un poco diferente. Tranquila. No tenía que cocinar para Juan. No tenía que lavar la ropa de Juan. No tenía que lavar los platos de Juan. No tenía que correr a la tienda como un burro de carga dos veces al día, porque el apetito de mamá y de la hija no podía competir con el apetito de caballo de Juan.

Y Juan estaba a punto de aullar como un lobo.

Era como si la lavadora se hubiera ido de casa. Con opción de desplegado y planchado de ropa. ¿Dónde comprar una así? En las tiendas se venden solo las normales. En las que uno mismo tiene que poner el jabón en polvo y clasificar la ropa por colores. Y para hacerlo primero tienes que ir a la tienda a comprar ese mismo jabón en polvo. Pero Juan estaba acostumbrado a que todo se hiciera “por sí solo”.

Como si el refrigerador favorito de Juan lo hubiera abandonado. Junto con la olla de sopa que siempre estaba disponible detrás de la puerta blanca. Junto con la comida que aparecía en los estantes por sí sola. Junto con los pasteles que se cocinaban en el horno por docenas, llenando todo el departamento con el aroma de la pastelería, y luego permanecían en el estante del refrigerador durante uno o dos días, hasta que Juan se los comía.

Todo le había desaparecido a Juan, junto con su esposa. Toda su vida, junto con las cortinas de lino limpias (¿cómo se lavan, por Dios?), el aroma de los pastelitos de los sábados y las camisetas apiladas ordenadamente en el armario. Solo quedaron los autitos.

No podía recordar cuándo era el cumpleaños de su hija. Fue vergonzoso preguntarle a su exesposa. Lamentó no haber llevado una agenda con las fechas relevantes. Así es como la gente importante se alejó de su vida. Su hija se ofendió porque no la felicitó. Los amigos de la familia también dejaron de llamar.

Así es como los matrimonios se desmoronan. Por un departamento heredado casualmente. Sin esa propiedad, Juan habría gobernado su pequeño estado dentro del departamento de su abuela. Habría tenido una fuerte relación con las sopas. Juan habría comido tartas de manzana, habría visto a su hija hacer los deberes y no habría conocido la pena.
La cuestión de la vivienda echa a perder a las mujeres. ¡Es un desastre!

Genial.guru publica esta historia con el permiso de la neuróloga Maria Panova, autora del blog Mozgovedenie.

Comentarios

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Normal que su esposa estuviera feliz en cuanto abandonó su labor de esclava del hogar

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Igual su mujer debería haber hablado al principio con él para dejar los roles del hogar claros

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