Un texto sincero que explica por qué las rabietas de un niño no son necesariamente el resultado de haberlo “malcriado”

Psicología
hace 1 año

Los hijos son realmente una gran fuente de alegría para los padres. Sin embargo, debemos admitir la realidad y decir que también son un factor de estrés constante. Vivir con un niño pequeño es como vivir en un volcán: un día está alegre y sonriente; al siguiente, explota en lágrimas. Muchos padres no entienden por qué todo iba tan bien hace nada, pero, de un momento para otro, su angelito se ha puesto a gritar a todo pulmón y, por lo visto, no piensa parar pronto, a pesar de todos los ruegos, súplicas y prohibiciones de sus progenitores. Una autora de la editorial contó su historia sobre las rabietas de su hijo. Sus conclusiones nos han parecido muy interesantes, por lo que nos apresuramos a compartir esta historia con nuestros lectores.

Los niños son lindos y simpáticos solo al principio

Hola, me llamo Oihana y soy la madre de Antonio, que tiene cuatro años. Ahora él y yo casi siempre nos entendemos perfectamente, pero hubo un periodo en el que ambos nos lo pasamos mal. Para cambiar nuestra vida a mejor, tuve que replantearme un poco mi sistema de valores. Pero vayamos por orden.

Cuando mis amigas comenzaron a tener hijos, yo admiraba a sus bebés regordetes y pensaba que un día yo también tendría en mis brazos un bollito de mejillas rosadas. Luego los bebés de mis amigas empezaron a crecer y a mostrar su “genio”. Y me volví mucho más crítica. ¿Cómo que el niño grita “lo quiero” y se revuelca en el piso? ¡Hay que prohibírselo! Si la madre le dijo que no, es un “no” y punto. De lo contrario, simplemente no saben educar a los niños. ¡Mi hijo no será así! ¡En absoluto!

Esto es, probablemente, lo que todas las futuras madres hayan pensado en algún momento. Sin embargo, todos los padres, tarde o temprano, tienen que enfrentarse a la cruda realidad. Y yo no fui una excepción. Mi hijo era, en efecto, un adorable bebé de mejillas rosadas que derretía el corazón de todas las señoras mayores con las que nos topábamos. Y hasta los dos años, sonreía dulcemente a los pájaros, aprendía a caminar y jugaba con los cacharros mientras yo cocinaba la cena. Pero luego empezó nuestra pesadilla.

Mi paciencia empezó a acercarse rápidamente al nivel cero

Por supuesto, me daba cuenta de que tener un hijo no era todo maravillas y que mi angelito un día podría montar todo un espectáculo en un lugar público. Estaba en lo cierto. Un día, mi suegra estaba con mi hijo de compras cuando, de repente, él se tiró al piso y empezó a llorar fuerte. Mi suegra ni siquiera levantó una ceja. “María, ¿pero qué estás haciendo?”, le dije a la mujer y corrí hacia mi pequeño para abrazarlo y consolarlo. Se calmó. Me felicité mentalmente por mi éxito.

Pero pronto los incidentes de este tipo empezaron a producirse cada vez con más frecuencia. Cualquier cosa podía provocarlos: la llegada del autobús de un color diferente, el agua en la taza equivocada, el no querer ponerse los zapatos. Cualquier cosa, por muy insignificante que sea, podía provocar que mi hijo gritara y llorara.

El colmo fue cuando mi hijo empezó a ir al kínder. Me daba cuenta de que esto supondría un enorme estrés para él, pero yo necesitaba volver al trabajo y no había otra opción. Por suerte, le encantaba el jardín de niños y, aunque, de vez en cuando, se producía alguna rabieta por las mañanas, en general, mi pequeño disfrutaba yendo allí. A veces, cuando llegaba a recogerlo, resultaba que interrumpía algún juego con sus amigos, así que hasta se sentía algo molesto.

Por dentro, empecé a evitar el momento de la reunión con mi hijo

Cada vez salía del kínder con un niño tranquilo, educado y dulce, al que adoraban las maestras. En casa, sin embargo, parecía como si empezara una sesión de exorcismo. A veces, ni siquiera podía entender cuál había sido el motivo del escándalo. Durante la noche, pudo haber una rabieta larga, de unos 40 minutos seguidos; o varias más cortas. Pero podía estar segura de que algo similar siempre iba a ocurrir.

Al principio me sentía capaz de superarlo, pero poco a poco mi sistema nervioso empezó a ceder. Trabajaba durante el día y por la noche tenía que aguantar los gritos de mi hijo. No encontraba apoyo de nadie en ese momento. Mi esposo y los abuelos me culpaban a mí por no saber educarlo bien.

La situación llegó a tal punto que me daba miedo ir a recoger a mi pequeño del kínder porque eso significaba que habría horas y horas de estrés después. Mi hijo dejó de darme la alegría, empecé a gritarle y, bajo la presión de mis familiares, incluso intenté castigarlo dejándolo en el rincón de pensar. Sentía que estaba haciendo algo mal, pero no entendía cómo cambiar la situación.

Quería esconderme del mundo entero y de las rabietas de mi hijo

Un día, mi hijo montó otro “espectáculo” durante media hora mientras estábamos de visita. Un colega de mi esposo nos había invitado a su casa. Mi cónyuge estaba muy emocionado porque su compañero tenía dos hijos de casi la misma edad que el nuestro, y el plan era que los niños jugaran juntos. Pues bien, los chicos realmente se llevaron a nuestro hijo a su habitación, y durante los primeros 10 minutos, todo estaba tranquilo. Respiré aliviada: parece que sí fue una buena idea.

El colega de mi marido y su esposa resultaron ser personas muy agradables, y me sentí a gusto con ellos dos. Sin embargo, en cuanto conseguí relajarme, oí un ruido procedente de la habitación de los niños, seguido de los gritos salvajes de mi hijo. El motivo era trivial: no quisieron compartir un juguete. Sin embargo, mientras que los hijos de los anfitriones se calmaron después de unos minutos, el mío estuvo retorciéndose y gritando durante una media hora.

Me sentí realmente muy incómoda. Cuando mi hijo se calmó, mis propios nervios estaban a flor de piel. Conseguí recomponerme y le propuse a mi esposo que nos fuéramos, porque estaba claro que esto solo era el principio. ¿Por qué arruinar la noche de los demás? Mi cónyuge también estaba nervioso y me dijo algo bruscamente. Al parecer, todo el mundo me estaba juzgando, ¡cómo puede una madre gritar así a su hijo y amenazarle para que deje de llorar!

De repente, la señora de la casa se levantó y me pidió que la ayudara en la cocina. “Ahora me va a decir que soy una madre terrible”, pensé, pero fui de todos modos. Ya estaba acostumbrada a escuchar cosas así. Pero, en cambio, se me acercó... y me abrazó.

Fue un gesto tan inesperadamente dulce que rompí a llorar sobre su hombro. Estaba cansada de la tensión, de intentar evitar otro escándalo, de la constante desaprobación por parte de mi familia y de la sensación recurrente de que era una mala madre. Esta mujer que apenas me conocía, en tan solo media hora, me entendió mejor que cualquier otra persona a mi alrededor. Por alguna razón, no me daba vergüenza mostrar mi debilidad e impotencia ante ella.

Después de este incidente, Cati y yo nos hicimos amigas. Descubrí que trabajaba como profesora de niños con necesidades especiales. Y entonces comprendí por qué esta mujer con voz baja era tan sensible y amable conmigo: solo una persona como ella debería trabajar con quienes necesitan aún más paciencia y amor. Hablamos mucho sobre los niños. Y gracias a mi nueva amiga, entendí muchas más cosas sobre mi hijo.

Después de leer varios libros de psicología infantil, recomendados por Cati, me di cuenta por qué mi hijo lloraba por cualquier nimiedad. Es que para mí, una adulta, una taza del color “equivocado” no significa nada. Pero para un niño de dos años, en este momento, esta taza es el foco de concentración de todas sus expectativas. Desde mi punto de vista, un día entero en el jardín de niños con maestros amables pasa volando en un instante. Pero resulta que mientras que los adultos percibimos que el tiempo pasa muy deprisa, a un niño el día le parece larguísimo y casi interminable. Y por muy buenos que sean los maestros, no son su mamá. En todo caso, con ellos el niño tiene que contenerse y ser obediente.

Al mismo tiempo, los adultos olvidamos que los niños lloran no solo cuando están tristes. Las lágrimas son su forma de experimentar casi cualquier emoción. Pueden llorar porque están asustados, tristes, ansiosos o incluso felices. Y lo último que ayudará a calmarlos es preguntarles “¿qué ha pasado?” o pedirles que dejen de llorar. Decir “para ya” o “no llores” solo puede empeorar la situación, porque el pequeño puede pensar que sus preocupaciones no significan nada para nosotros. Los padres debemos intentar primero comprender a nuestros hijos y luego ayudarlos a aprender a gestionar sus emociones.

Sin embargo, la solución, como siempre, estaba al alcance de la mano

Me di cuenta de que me había equivocado al intentar distraer a mi hijo durante una rabieta, ofreciéndole, por ejemplo, una galleta. Aunque en la mayoría de los casos una golosina o el juguete favorito del niño pueden detener sus lágrimas, este acto no resuelve la situación en sí, que es más profunda. Al tratar de distraerlo, sin profundizar en lo que puede estar causando el problema del niño, creamos una distancia entre nosotros. Se puede distraer cuando los pequeños no quieren compartir un juguete, pero es un error hacerlo en situaciones en las que la rabieta se produce por la taza o el suéter “incorrectos” o porque le ataste las agujetas de los zapatos sin haber dejado que el niño lo hiciera solo.

Si durante un “espectáculo”, tú ya no aguantas más, es importante que intentes calmarte antes de acercarte a tu hijo. Inhala, exhala, repite. Tu ira interior no debe empeorar la rabieta de tu pequeño. Solo cuando hayas recuperado el control de ti mismo podrás volver a controlar la situación. Tienes que hacer que tu hijo se sienta seguro contigo, hacerle saber que estás a su lado, que está a salvo contigo, pase lo que pase. Puedes decirle: “Sé que esto es difícil para ti”, “Estamos en el mismo equipo, te ayudaré”, “Entiendo que estés molesto y no hay nada malo en ello”, “Estás llorando, pero no sé qué necesitas. ¿Me ayudas a entenderlo?”. Con estas palabras demuestras que el niño puede confiar en ti, que no le vas a gritar, que quieres ayudarlo.

Cuando entendí todo esto, me sentí mucho mejor. Al recoger a mi hijo del kínder, lo abrazaba durante mucho tiempo, diciéndole lo mucho que lo echaba de menos y lo mucho que lo quería. Por supuesto, las rabietas no dejaron de producirse, y al principio me costaba no perder los nervios gritándole que dejara de llorar. Sin embargo, poco a poco, aprendí a ver a mi hijo no como un monstruo, que envenena mi vida, sino como realmente es: un niño que lo está pasando mal en este nuevo y enorme mundo, que su sistema nervioso no puede soportar la tensión y simplemente se descarga de esta manera. Mi trabajo no es apartarlo cuando se siente mal, sino ayudarlo, dejarle llorar y sentir lo que necesita sentir. Y así consolarlo.

Y también, por fin, comprendí el fenómeno más extraño y paradójico: resulta que el niño tiende a comportarse peor con la persona que más quiere y en la que más confía en este mundo. Porque solo con este adulto el pequeño puede dejar de intentar ser perfecto: con él puede ser él mismo. Confía tanto en esta persona que no teme que deje de quererlo. Por eso es terriblemente difícil y, al mismo tiempo, precioso ser este adulto que se lleva todos los malos humos, todas las rabietas y todos los “lo hace para fastidiarme”.

Después de un tiempo, las rabietas prácticamente cesaron. Mis familiares decían que mi hijo “había crecido”, pero yo sabía que él acababa de empezar a entender que no necesitaba recurrir a gritos y llantos todos los días para llamar mi atención. Ahora lo escucho sin ellos.

¿Con qué conclusiones de esta madre estás de acuerdo? ¿Cómo afrontas las rabietas de tu hijo o de los niños a tu alrededor?

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