16 Certeros tuits de personas que no tienen pelos en la lengua y con las que es mejor no meterse

Muchas madres se olvidan de sí mismas después de dar a luz y dedican su vida al cuidado del bebé y del hogar. La sociedad suele aprobar estos actos de altruismo por parte de las mujeres, pensando que no hay nada de especial en ese comportamiento. Al cabo de unos meses, un baño de inmersión se convierte en un día de fiesta, y un viaje en coche para comprar pañales sin el bebé equivale a unas vacaciones. Pero la verdad es que, de vez en cuando, ellas necesitan unas auténticas vacaciones; de lo contrario, el agotamiento es inevitable. Lo he experimentado de primera mano.
Estoy segura de que la devaluación y el intento de ser perfectas es lo que más cansa a las mamás de hoy en día. Ellas (o, mejor dicho, nosotras) no pueden quejarse del cansancio, porque en lugar de palabras de aliento, pueden escuchar algo como “Antes, algunas de las mujeres parían en el campo, y era normal” o “Te criamos sin lavadoras ni pañales y todo estaba bien” como respuesta. Todo esto es cierto, pero que nuestras antecesoras no lo hayan tenido fácil no cambia el hecho de que las madres de hoy también pueden pasarlo bastante mal.
Sí, nuestras madres y abuelas no tenían lavavajillas ni robots aspiradores, pero casi nunca se quedaban solas con un bebé gritando. Por ejemplo, a mi madre la cuidaban sus dos hermanas mayores y mi tía, que estaba soltera, mientras mi abuela se encargaba de las tareas domésticas. Cuando era una bebé, no solo me cuidaban mis padres, sino también mi tía, mi tío, mi vecino e incluso mi hermana mayor de 6 años. Hoy en día, los papás intentan no dejar a su bebé al cuidado de otra persona, pero hace 40 años, esta era una práctica habitual.
Antes, nadie exigía a las madres que sus hijos se ajustaran a las normas de la edad, y nadie les reprochaba que su bebé de un año dijera ocho palabras en lugar de diez, como debería. Los niños eran tratados de forma más sencilla: “¿Alergias? Pasarán”, “¿Un moretón? Mañana ya no estará”, “¿Llanto? Llorará un poco y se le pasará”.
Las madres de hoy en día no pueden permitirse eso: tienen que “desarrollar” las capacidades intelectuales de su hijo las 24 horas del día, reaccionar al primer chillido y estar preparadas para rendir cuenta de cada moretón, grano o pirámide mal armada. Es mentalmente agotador.
Me preparé para el nacimiento de mi hijo: leí libros y hasta fui a cursos para futuras madres. Pero nadie me advirtió que mi bebé podría no dormir más de 30 minutos seguidos durante un mes y, en consecuencia, yo tampoco. No podía creer que el pediatra del centro de salud ignorara mis preguntas sobre el motivo de la pérdida de peso de mi hijo con un “¡No exagere, madre!”. Y de repente resultó que había perdido mucho peso de forma crítica y tuvieron que llevarnos al hospital en ambulancia. Nadie me advirtió que la mejor consejera de lactancia materna de la ciudad podría ser absolutamente impotente ante mi baja producción de leche, y que descubrir el motivo sería algo doloroso y también costoso.
Mi maternidad resultó estar llena de soledad (mi marido siempre estaba en el trabajo, mis padres están lejos y mis amigos tienen su propia vida), de miedo (no tenía ni idea de qué hacer con el bebé, por qué lloraba y cómo ayudarlo) y de falta de sueño (dormí más de 5 horas seguidas por primera vez después de dar a luz cuando el niño tenía 1 año y 8 meses).
Cuando mi hijo cumplió dos años, creo que podía competir con un panda para ver quién de nosotros tenía las ojeras más pronunciadas, pero la gente a la que intentaba pedir ayuda no me entendía: “¿De qué estás cansada? ¡Si estás en casa! Si quieres dormir, duerme. ¡No hagas una tragedia de la nada! Anna/Julia/María tienen dos/tres/cuatro hijos, se las arreglan para todo y no se quejan. Tú tampoco deberías”.
Las redes sociales tampoco ayudan, sino que hacen todo lo contrario: echan leña al fuego. Aparentemente, son un lugar lleno de “mujeres maravilla” que dan a luz y, al día siguiente, hacen yoga, meten al niño en la mochila cangurera y sonrientes remueven el guiso con una mano, mientras con la otra se maquillan el rostro. Mi esposo y otros familiares no entienden por qué estas damas se las arreglan para hacer todo y yo no. Pero conozco la respuesta. Si una madre reciente se ve fresca, despierta y alegre, significa que tiene ayudantes: niñeras, empleadas o abuelos, quienes se ocupan de sus problemas por dinero o gratis.
Recuerdo haber estado paseando con mi hijo fuera de una tienda cuando me topé con una antigua colega. Yo era un zombi con un rodete en la cabeza, mientras que Katya estaba impecable y llevaba tacones. Me dijo: “Te has dejado estar, amiga. Yo voy al gimnasio y a la esteticista, y mi hija solo tiene seis meses”.
Me quedé admirándola durante unos 10 minutos, hasta que me enteré de que ella vive con su suegra, quien está muy encariñada con su nieta, y es ella quien se queda con la bebé durante todos los fines de semana. Es fácil estar vestido en un tapado blanco cuando las tareas de cuidado de los niños son repartidas entre varias personas. Pero hacerlas absolutamente todas sola es un trabajo agotador, incluso si tienes a tu disposición pañales y un lavavajillas. Aparentemente, no soy la única que siente eso.
Después de dar a luz, yo, como muchas madres, me encontré en el “día de la marmota” durante unos años. En ese tiempo me dediqué a cuidar al bebé las 24 horas del día, a salir a pasear con él con todo tipo de clima, a cocinar y a limpiar con él bajo el brazo. La primera vez que salí a una tienda sin mi hijo, él tenía más de un año. Pude deambular entre las góndolas un poco más despacio de lo habitual, sin preocuparme de que el bebé sudara, tuviera una rabieta o dejara caer algo de una estantería. Me sentí relajada por un momento. Cuando estaba en la cola para pagar, me di cuenta de que estaba balanceando el carrito de compras como si fuera carriola.
Pero ir a una tienda a comprar pan y el papel higiénico no puede considerarse un descanso. Y salir a pasear con tu hijo cuando estás constantemente pendiente de que no le pase nada no es un paseo relajante tampoco. Al menos seis horas de sueño ininterrumpido no son un lujo, sino una necesidad. Y “quedarse en remojo” en la bañera durante media hora una vez a la semana no es una desfachatez, algo que muchos esposos piensan, sino solo un procedimiento higiénico.
Una amiga mía pidió recientemente el divorcio por la actitud de su pareja con respecto a su descanso y su tiempo libre. La historia es banal: Anna tiene gemelos, dos niños de un año. Estaba con sus hijos todo el tiempo, ya que su marido trabajaba hasta la tarde, y los fines de semana tenía pesca, sauna, fútbol, etc. Una vez, Anna quiso ir a un concierto, pero su marido le dijo: “¿Qué concierto? ¡Tienes hijos! Y, por cierto, ya la semana pasada saliste a comprar algo tú sola y yo me quedé con los niños. ¿No te parece que es suficiente?”, y se negó a quedarse a cuidar a sus propios hijos para que ella pudiera ir al concierto. Anna hizo las maletas y se mudó con los chicos a la casa de su madre, porque estaba cansada de llevar todas las responsabilidades en la crianza de los niños ella sola.
Una madre reciente no adquiere de repente el superpoder de recargar toda su energía durmiendo apenas tres horas por la noche o de no cansarse haciendo todas las tareas en la casa durante todo el año. Por lo tanto, es una tontería pensar que tomarse un descanso de la rutina es limpiar el polvo de los muebles en lugar de ir a una tienda a comprar pañales. Que nos sintamos satisfechas con esa actividad o que sean las primeras horas en mucho tiempo que no tenemos al bebé llorando en brazos no significa que estemos descansadas y recargadas de energía.
Por desgracia (o por suerte), las mujeres no somos unos robots. No podemos cargar nuestra “batería” interna desde una red eléctrica. Para reponer nuestros recursos, tenemos que cuidar de nosotras mismas: dormir bien, leer un libro interesante (no Pulgarcito), retomar un pasatiempo favorito o simplemente dar un paseo por la ciudad en la dirección que nosotras (no el niño) elijamos.
Por desgracia, para muchas madres, estas formas de “recarga” provocan un sentimiento de culpa por haber perdido el tiempo (“En lugar de esto, ¡podrías haber ordenado el dormitorio!”), y esto anula los efectos positivos. Pero hay que mimarse. No es un capricho, sino una necesidad vital. De lo contrario, el agotamiento y la depresión no tardarán en llegar.
Me di cuenta de que estaba “quemada” cuando mi hijo tenía dos años y medio. Quería dormir todo el tiempo, pero no podía hacerlo. Nada me hacía feliz. Dejé de mirarme en el espejo y de sonreír. Me movía por la casa en “automático”. Cuidaba al bebé, pero no tenía ningún sentimiento al respecto. A menudo me ponía a llorar por cualquier pequeña cosa. Solo me di cuenta de que estaba fallando en serio cuando durante uno de estos llantos, mi hijo gritó de repente: “¡Mamá, me das miedo!”.
En el primer día de descanso de mi esposo, le entregué al bebé, fui al psicoterapeuta y, rompiendo a llorar, pude por fin articular: “¡Estoy cansada de trabajar como mamá!”. Tuvimos una larga charla con él sobre el agotamiento parental, que a menudo se manifiesta como fatiga física y psicológica, miedo constante, odio a uno mismo (“¡No soy lo suficientemente buena madre!”) e incluso indiferencia hacia uno mismo y los hijos. El especialista me dio algunas pautas sobre cómo organizar mi tiempo, que aún hoy mantengo:
¿Cómo afrontas el agotamiento en la vida familiar?