Una historia sobre aquello que se esconde dentro de todas las personas malas y atemorizantes
Seguramente todos nos cruzamos más de una vez con personas, para decirlo de alguna manera, desagradables. Nos arruinan el ánimo, desbaratan nuestros planes y, en general, crean en el mundo más anarquía que los villanos de las películas. ¿Pero has pensado, al menos una vez, en el hecho de que, tal vez, ellos podrían tener una razón para actuar así?
Continuando con el debate sobre este tema, Genial.guru comparte contigo la asombrosa historia de nuestra lectora, Ksenia Veslinskaya, sobre el hecho de que vale la pena ser más atentos con las personas que nos rodean, y entonces, tal vez, la gente mala dejará de existir en absoluto.
Cerca de nuestra casa hay una heladería. Una común, gris, sin nada que la destaque del resto. Por algún motivo, históricamente, yo nunca había comprado nada allí, pero todos los días, al salir de paseo, mi hijo y yo pasamos por la puerta.
Las vacaciones son un momento maravilloso. Especialmente porque nos da tiempo de notar cosas que antes no notábamos. De repente, comencé a darme cuenta de que los clientes de esa heladería, todos como uno, al comprar un helado, en lugar de llenarse de endorfinas, se llenaban de desconcierto y horror, como si hubieran visto en la pequeña ventana gris un fantasma.
Dos colegialas alegres se acercaron corriendo, deslizaron por la ventanilla un arrugado billete y señalan con el dedo un helado, luego otro, luego otro, luego... En fin, no podían decidirse. De pronto, sus rostros se estiran, toman dos helados que se les extiende por la ventanilla y, con mirada abatida, se van mirando el suelo.
Luego una señora distinguida, con un sombrero y una rosa roja en el bolsillo del chaleco dice su orden a la ventanilla, pero un minuto después se retira desconcertada, lanzando el helado recibido en la cartera como si fuera una babosa. Su rostro confundido ahora tiene el mismo tono que la rosa de su bolsillo, sus ojos están llenos de lágrimas.
Mi curiosidad crece hasta el límite, y decido experimentar todos los placeres de esa atracción en mí misma, a fin de cuentas el precio es simbólico, y la indemnización en forma de helado por los hipotéticos daños morales está garantizada.
-¡Buenas tardes!
Observo la penumbra de la heladería, y veo en sus profundidades los contornos de algo enorme que mantiene un silencio sombrío, como un volcán dormido.
-Me da, por favor, un helado de crema americana.
El enorme volcán se despierta. Lenta pero amenazantemente exhala de sus pulmones de fumadora crónica una respuesta silbante:
-¿Tienes cmbffio?
El volcán, que lleva una campera gris, se acerca a la ventana, y siento un escalofrío recorrer mi espalda, a pesar de los +28° C de afuera.
-¿Cómo dice?
Al hacer esta pregunta, ya me estoy arriesgando, pero el riesgo es un asunto noble.
-Que si tienes cambio. Estoy por cerrar y tomarme un descanso, mira si te voy a andar buscando el cambio.
Desde las profundidades del volcán, los carbones encendidos lanzan terribles maldiciones. Algo sobre “la invasión de los idiotas”, “jóvenes sin remedio”, “descerebrados” y otras cosas no aptas para ser reproducidas en horario de protección al menor.
-Sí, tengo cambio.
Si hay algo que tengo en abundancia, son monedas. Pongo sobre el platito el monto indicado y recibo el merecido helado. El volcán hiberna nuevamente, murmurando algo para sí mismo.
Listo, el terrible secreto de la heladería gris me ha sido develado. Y ya entiendo los sentimientos de los clientes humillados e insultados. Pero ahora no pienso irme así no más.
-¡Qué trabajo tan genial tiene! -pongo en esta frase toda la alegría de la que soy capaz.
-¿Qué? -la mirada desde abajo de sus cejas es tan sombría y poco amigable que involuntariamente trago saliva. Pero ya no hay escapatoria.
-¡Que tiene un trabajo maravilloso! Hasta le envidio. ¡Le da alegría a la gente! Porque todos aman el helado, ¡cómo no amarlo! ¡Y usted tiene toda una tienda llena de él! -sigo hablando sin poder detenerme.
En un silencio ominoso, el volcán realiza operaciones complejas en su mente. Está desconcertado. En la enorme y sombría cara, hay muestras de un esfuerzo intelectual titánico.
-¿Tú crees? -exhala el volcán, y en ese “¿sí?” noto un pequeño grano de interés germinando.
-¡Por supuesto! ¡Tiene un trabajo maravilloso! Y... calcula todo mentalmente, ¡sin ninguna calculadora! -no me doy por vencida, uso mi oportunidad hasta el final.
Una pausa larga. El volcán me perfora con sus hundidos y profundos ojos. Sonrío sincera y abiertamente: como humanista, yo, por supuesto, admiro a los que son buenos con las ciencias exactas.
-Bueno, ya llevo treinta años trabajando, pa’ qué quiero el aparato ese, solo sirve pa’ complicarse.
-Así es -apoyo. ¿Tiene un descanso ahora? ¿Qué tal si yo y mi hijo la invitamos a tomar un helado? ¿Lo comemos juntos, sentados al sol? Aquí tiene más cambio, yo invito.
Pongo un puñado de monedas en el plato y observo el cráter del volcán. Se ha apagado, se ha retraído. La ventana gris se cierra frente a mi cara. Parece que este es el fin.
Y de repente se abre una puerta lateral, y el volcán más grande del mundo se acerca a mí y a mi hijo. En una mano tiene un helado, en la otra un periódico: “¡Para poner sobre el banco, lo han pintado recién!”
Nos sentamos, comemos helado y hablamos de todo. De que la señora T está muy cansada y quisiera irse de vacaciones, de que prácticamente no le traen a sus nietos de visita, y ella que los extraña tanto, de que los precios están subiendo y el salario no, y también de que los clientes son unos maleducados, por supuesto. Del hecho de que todos tienen a alguien, pero ella solo tiene un gato y una radio.
-Pero señora T, ¿y qué hay de la gente que viene a verla todos los días de todas partes? No vienen a buscar calorías, vienen a buscar alegría. Los tiene a ellos, y ellos la tienen a usted. Después de todo, con tan solo sonreír es suficiente para que ya no son unos extraños, sino unos amigos. ¡Es tan simple y tan genial! ¿Y el cielo? ¿El sol? ¿Y el verano que está por llegar?
Mi hijo corre alrededor nuestro y, de repente, le trae unos dientes de león. La cara de la señora T se ilumina, las arrugas milenarias se suavizan. Está, y no le tendré miedo a esta palabra, conmovida.
El descanso ha terminado, nos despedimos y cada uno se va a seguir con su vida.
Una pareja mayor se acerca a la heladería. Pagan, se llevan su helado y, riéndose como un par de adolescentes, continúan su paseo.