Un cuento educativo acerca de la importancia de mantener las emociones bajo control cuando se trata de la crianza de los hijos

Arte
hace 2 años

La crianza de los niños es un proceso duro para cualquier madre o padre, lleno de intentos y fracasos. Además de muchas otras cosas, requiere de mucha paciencia y sabiduría. Cada uno afronta esta tarea a su manera creyendo que lo hace de la forma correcta. Pero no es mala idea mirar desde afuera y reflexionar si realmente lo hacemos de manera adecuada.

Genial.guru publica este texto con el permiso de la autora, Olga Savelieva.

Al grupo del jardín de niños de mi hijo iba una abuela que recogía a su nieto y siempre le gritaba. Justo en el vestidor.

—¡Si no te vistes ahora, me voy!

—¿No ves que tengo calor? ¿Estás ciego?

—¡No te muevas tanto!

Probablemente, su abuela lo veía como una enseñanza, una especie de recurso pedagógico.

Sin embargo, el chico soportaba obedientemente esta actitud, era lo normal para él. Se vestía en silencio, no le respondía. Tenía padres, los vi un par de veces, probablemente trabajaban mucho.

Y luego estábamos todos con los niños en el patio, este chico también, y lo veía gritarles a todos durante el partido, incluyendo a mi hijo. Lo hacía por cualquier motivo.

Para él esa era una comunicación normal y natural.

—¡Si no vas a jugar, cobrarás!

—¡Si no me das caramelos...!

—¡Si ya mismo no me...!

El niño copiaba entonadamente a su abuela. Se comportaba de la misma forma como lo hacían con él.

Hace mucho tiempo que le enseñé a mi hijo la frase “No me grites”. Y no solo la frase, sino su significado. No dejes que te griten.

Mi hijo creció en un entorno tranquilo. Claro que tampoco somos perfectos y podemos gritar, pero eso es más bien una excepción.

Recuerdo que una vez mi hijo iba en patineta delante de mí. Tenía unos 5 años. Y mientras cruzaba la calle del patio trasero, se dio cuenta de que una camioneta había salido de un callejón y se le estaba acercando a gran velocidad. Mi hijo, en lugar de acelerar y llegar rápido al otro lado o dar marcha atrás, se quedó congelado en medio de la calle.

Me asusté, corrí hacia él, lo agarré de la manga y grité:

—¿Por qué te quedas parado como un tonto? ¡Te he enseñado cientos de veces a cruzar la calle!

Mi hijo caminaba, preocupado:

—¿Puede una mamá gritarles a sus hijos? Me has enseñado que nadie me debe gritar.

—Nadie puede. Las mamás tampoco. Yo me equivoqué, por supuesto, cuando te grité. Pero nadie grita cuando todo está bien. Se grita por miedo, por impotencia, por pánico. Un coche se acercaba a ti y yo me asusté mucho.

—¿Así que una madre no puede gritarle a su hijo?

—Lo ideal sería que no lo hiciera. Pero esta es la regla más difícil de seguir para una madre. ¿Ves a ese hombre? Si le digo: “Hombre, no puedes gritarle a mi hijo”, él diría: “No iba a hacerlo”. ¿Por qué te gritaría? Ustedes se encontraron en el patio por un minuto y luego cada uno se fue por su lado. Pero la madre está con el niño todo el tiempo. Cuando desobedece, cuando intimida, cuando derrama la sopa en el piso limpio, cuando se corta torcidamente el fleco, cuando toma cerillos, cuando sale a la calle. Mamá se asusta cien veces en un día, limpia el piso, prepara una nueva sopa, guarda los cerillos. Multiplícalo por la noche de insomnio si el niño no duerme bien. En la centésima primera vez, la paciencia de mamá se agotó, y gritó. Se equivocó, pero no pudo evitarlo.

Así que mi hijo se defendió de ese niño en el patio. Cuando el niño le gritó, le dijo tranquilamente:

—¡No me grites!

El chico se enfadaba y gritaba aún más fuerte. No conocía otra forma de conseguir lo que quería. No conocía otro idioma más que el de los gritos. Al fin y al cabo, los adultos importantes para él hablaban ese mismo idioma.

Hay un programa de humor llamado La teoría del Big Bang. Se trata de jóvenes científicos que... Bueno, están un poco alejados de la vida real. Hay un episodio en el que uno de los personajes, un chico llamado Howard Wolowitz, descubre que su esposa está embarazada. Y está realmente conmocionado. De la felicidad y del... miedo.

Y dice, aterrado:

—¡Dios mío! ¡Soy un perdedor, así que mi futuro hijo ya es medio perdedor!

Lo que quiero decir es esto: cuanto más sinceros seamos con nosotros mismos y con nuestro hijo, más claro le resultará orientarse en la vida. Vivimos nuestra vida, cocinamos la sopa, hablamos por teléfono, escribimos un texto, recogemos a los niños del jardín de niños y de las escuelas, y la crianza de los hijos está en plena marcha.

Y si nos equivocamos y no somos buenos en algo, podemos admitirlo ante el niño. Lo entenderá. Comprenderá que es normal equivocarse. Y que los adultos no son superhéroes todopoderosos, sino simplemente personas que han dejado de ser niños e intentan hacer lo mejor que pueden... (Vi una escritura en una pared que decía así: “¡Universo, lo estoy intentando!”).

Un día, mi hijo y sus amigos estaban jugando en el patio. Arrancaban mechones de hierba y se los ponían en la cabeza, como una peluca. Ese niño que siempre gritaba también estaba jugando a ello. Y, lo más importante, mi hijo y yo habíamos salido a dar un pequeño paseo esa mañana, y luego planeábamos ir a visitar a alguien.

Así que mi hijo se acercó a mí, con todo el pelo lleno de tierra y de hierba.

Dijo:

—¿No es una peluca genial?

Y yo dije:

—Sí, es una gran peluca. Pelo verde. Pero, ¿qué pensabas cuando pusiste tierra en tu cabeza? Ahora, en lugar de seguir jugando, ¡vamos a casa a lavarnos! Si no, ¿cómo vamos a ir a visitar a alguien con todo el pelo verde?

Mi hijo se encogió de hombros y dijo:

—¡Ni siquiera lo pensé, mamá! Me equivoqué.

Y lo hizo con mucha calma. Con mi entonación y extendiendo los brazos.

El otro chico de la “peluca” se acercó a su abuela. Y su abuela le gritó:

—No, solo dime, ¿eres estúpido? ¿Por qué te ensuciaste con tierra? ¿Qué les voy a decir a tus padres?, ¿que eres un tonto?

Él empezó a sacudirse la hierba de la cabeza y se agachó. Estaba parado frente a ella, y ella le gritaba y le gritaba, y el niño de repente se enderezó y le gritó:

—¡Cállate!

No sé por qué escribí esto. Solo ama a tus hijos. Ellos son tú. Solo que son pequeños.

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