Le envié 50 mil dólares a mi madre durante dos años y me los robó
Como personas que batallamos contra las dificultades de nuestra era, solemos buscar apoyo en nuestras personas más cercanas, esas a quienes consideramos dignas de confianza. En este tipo de listas, las madres suelen ocupar el primer puesto, pues, como dicen por ahí, no hay mayor amor que el que ellas sienten por nosotros. Pero, ¿qué pasa cuando justamente la mujer que nos trajo al mundo es quien nos traiciona? ¿Cuál es la manera correcta de actuar en esos casos?
Todo mi sacrificio echado en saco roto
Crecí en una buena familia, bastante estable y rodeado de gente que me amaba mucho. Mi papá y mi mamá tuvieron un matrimonio muy bonito que duró varias décadas y del que nacimos dos hijos: mi hermano menor y yo. A medida que fuimos creciendo, las diferencias en la personalidad de mi hermano y la mía se fueran notando más; yo era muy centrado, me gustaba estudiar y siempre obedecía a mis padres. Mi hermano, en cambio, prefería estar jugando con sus amigos, sacaba malas calificaciones y era un poco rebelde con mis papás.
La adolescencia fue la etapa en la que mi hermano y yo más nos alejamos. Yo era de los mejores alumnos del colegio y los profesores decían que me iban a ayudar a encontrar una beca en una buena universidad. Mi hermano, en cambio, ya había repetido un par de años. Luego de que me gradué, empecé mi carrera y, a los 5 años, me gradué de abogado. Poco tiempo después, entré en un bufete y me siguió yendo muy bien. Justo entonces, nuestra vida dio un giro abrupto.
Nuestro país empezó a entrar en una crisis económica muy profunda, la cual afectó a la mayoría de las empresas, incluidos mi bufete y la empresa para la que mi papá trabajaba. Los despidos no se hicieron esperar y, pronto, todos en casa nos vimos sin trabajo. La situación se puso más crítica cuando, una tarde, después de hacer las compras del supermercado, mi mamá y yo llegamos a casa y encontramos a mi papá tirado en el suelo. Un infarto fulminante nos lo había arrebatado para siempre.
Con un luto a cuestas que casi no nos dejaba respirar y los ahorros reduciéndose en mi cuenta bancaria, yo estaba al borde de la desesperación. Por más que lo intentaba, no encontraba trabajo y tanto mi mamá como mi hermano dependían de mí. Fue entonces cuando tomé una de las decisiones más difíciles de mi vida: me fui del país a trabajar al extranjero. Llegar a un sitio tan distinto fue un choque emocional muy fuerte; no tenía a nadie, no conocía a nadie y, lo peor de todo, no podía ejercer mi carrera. Al principio, fue muy difícil, pensé varias veces en regresar a casa, pero luego me acordaba de nuestra situación y buscaba las fuerzas para seguir adelante.
No todos los familiares son leales, algunos son muy tóxicos.
Al cabo de un tiempo trabajando en lo que me salía, salvé a un empresario importante que se estaba asfixiando en un restaurante en el que yo era mesero. El hombre quedó muy agradecido conmigo e iniciamos una buena amistad. Cuando yo le conté mi historia, se ofreció a darme una oportunidad para trabajar en su empresa. Debo admitir que mi vida dio un gran giro, pude rentar un buen apartamento y mejoré mi calidad de vida. Un día, hablando con mi mamá, ella me insistió en que debía ahorrar dinero para tener mi propia casa y me convenció de que la mejor manera de mantener mis ahorros seguros era con ella, así que empecé a tomar una cantidad básica para mí y todo lo demás se lo enviaba a ella; era poco más de dos mil dólares al mes.
Yo me sentía muy tranquilo sabiendo que mi mamá guardaba mi dinero y que, muy pronto, iba a poder comprar mi primera propiedad. Al cabo de dos años de enviar dinero constantemente, decidí visitar mi país porque, según mis cálculos, ya había ahorrado lo suficiente como para hacer la adquisición. Llegué sin avisar a mi casa porque mi intención era sorprender a mi familia, pero la cara de mi mamá cuando me vio entrar no era exactamente de felicidad. Se puso pálida y me di cuenta de que se sentía incómoda. Al cabo de un buen rato, logró reunir el valor para confesarme por qué.
Hay veces en las que hasta las parejas hay que reconsiderarlas.
Casi me da un infarto cuando mi mamá me soltó aquella perla: “Tomé el dinero que me enviaste y se lo regalé a tu hermano para que él pudiera arrancar su vida”. No quedaba ni un centavo de todo mi esfuerzo durante esos años en el extranjero. Mi hermano, como era de esperar, derrochó todo el dinero y seguía en el mismo punto de siempre, viviendo con mi mamá y sin trabajo. Lo peor era que ella no parecía tener ni una gota de arrepentimiento por lo que había hecho porque “yo sí podía conseguir más; en cambio, su hijito, no”. De hecho, estaba un poco molesta porque yo “no entendía su amor de madre”. Me dio muchísima rabia, tanta que les dije lo peor que me salió del corazón a los dos, tomé mi maleta y me fui en el primer vuelo de regreso.
Pasaron seis meses y yo no quería saber nada de ellos. Me sentía traicionado por mi propia madre, y a favor de mi hermano, quien le había dado todos los dolores de cabeza que yo le había ahorrado. Era demasiado injusto. Me negaba a dejarlos entrar en mi vida de nuevo. Pero hace una semana, mi hermano me envió un correo, el único medio del que no pude bloquearlo, para contarme que mi mamá está muy enferma y los médicos no le dan más de un año de vida. Ella se está muriendo y quiere que yo la perdone. El problema es que, más allá del dinero, su traición a mi amor y mi confianza es lo que realmente me duele y siento, en lo más hondo de mi corazón, que no puedo perdonarla. No estoy acostumbrado a ir en contra de mis sentimientos, así que decidí que, por ahora, seguiré sin visitarla, sin verla y sin hablar con ella, y me rehúso a sentir remordimiento de conciencia por eso.