15 Personas cuyas parejas son tan tacañas que el mismísimo Rico McPato les tendría envidia

Gracias a los libros y películas, muchos tienen una imagen contradictoria de la Edad Media. Algunos la ven como una época sombría y sin esperanza; otros la idealizan. Lo cierto es que este periodo tuvo de todo, pero lo que sí es seguro es que para una persona moderna, vivir en aquellos tiempos no habría sido nada fácil.
A las mujeres medievales se les exigía evitar cualquier muestra de emociones intensas como la ira o el enojo, ya que se creía que no sabían controlar sus pasiones. No está claro cómo enfrentaban esta expectativa las mujeres de clases bajas, pero las aristócratas educadas encontraron una vía de escape.
Canalizaban sus sentimientos a través de la escritura o las labores con aguja e hilo. El bordado era considerado una actividad apropiada para las damas, no solo por su utilidad decorativa, sino también porque servía para demostrar virtud y obediencia.
La mayoría de los diseños aceptables provenían de libros escritos por hombres, pero muchas mujeres ingeniosas creaban sus propios patrones, usando el bordado para plasmar mensajes ocultos, cargados de rabia o ironía.
Durante su encierro, María Estuardo estaba bajo estricta vigilancia y sus cartas eran inspeccionadas, por lo que recurrió al bordado para enviar mensajes cifrados. En ellos manifestaba sus aspiraciones al trono y sus tensas relaciones con Isabel I. En una de las piezas, por ejemplo, bordó a Isabel como una gata pelirroja coronada y a ella misma como un ratón gris con el que la reina jugaba. Estas obras las enviaba como regalos a sus aliados.
La ropa blanca se puso de moda entre la nobleza, no por estética, sino porque se creía que absorbía las impurezas del cuerpo y ayudaba a purificarlo.
En aquel entonces, se pensaba que el cuerpo humano generaba parásitos por sí mismo, favorecidos por la suciedad y una mala alimentación. Comer frutas, pescado graso o carnes dulces, según los médicos medievales, aumentaba el riesgo de tener lombrices y pulgas. Así que, para quienes no querían cambiar sus hábitos alimenticios, vestir de blanco era una especie de remedio preventivo.
Incluso las habitaciones reales estaban llenas de gente. Enrique VIII, conocido por su mal genio, intentó sin éxito que sus cortesanos dejaran de apilar platos sucios sobre su cama. Las pesadas cortinas no solo ofrecían privacidad, también ayudaban a mantener el calor durante los crudos inviernos del norte de Europa.
Quienes no podían costearse una cama con dosel optaban por una cama-armario, que también conservaba el calor. Sin embargo, había que tener cuidado. Según la leyenda, una dama noble intentó esconder a tres amantes en una de estas camas, pero no calculó bien el espacio ni la falta de aire, y los resultados fueron fatales.
Durante la Edad Media, incluso una humilde cabaña campesina podía estar mucho más limpia y ordenada que una residencia real —sobre todo cuando el rey y toda su corte se instalaban allí. En cuestión de semanas, las paredes de los salones se ennegrecían con hollín, y el ambiente en el palacio se volvía insoportable por los olores. Ni un ejército de criadas diligentes podía eliminar la suciedad acumulada, y la tarea se volvía aún más difícil considerando que los cortesanos dormían, comían y se entretenían en cada rincón del lugar.
Por eso, el monarca no tenía más remedio que mudarse con frecuencia a otra residencia. Enrique VIII, por ejemplo, logró visitar treinta palacios en solo cuatro meses durante el verano de 1535. El problema no era solo que los sistemas de desagüe no daban abasto con tantos invitados: los propios cortesanos ni siquiera se molestaban en buscar una letrina y hacían sus necesidades en cualquier esquina que encontraran. Enrique intentó poner orden marcando con cruces rojas los sitios donde estaba estrictamente prohibido hacer eso, pero el resultado fue el opuesto: los nobles, con toda intención, elegían precisamente esos lugares.
La mayoría de las mujeres en aquella época probablemente enfrentaban los retos del ciclo menstrual con menos frecuencia que las mujeres actuales. La mala alimentación, la falta de vitaminas, el trabajo físico extenuante y los frecuentes embarazos provocaban que el ciclo fuera irregular y que la menopausia llegara más temprano.
Aun así, no era una situación fácil. La menstruación era un tema completamente tabú en la Edad Media: se creía que una mujer durante esos días podía causar desgracias. Por eso, muchas intentaban ocultar su estado a toda costa. Las compresas caseras hechas de lino o musgo no siempre resultaban eficaces, así que, para evitar manchas visibles y el estigma social, las mujeres optaban por vestir de rojo como medida preventiva para disimular cualquier accidente.
Desde épocas pasadas, muchas mujeres creían firmemente que el camino al corazón de un hombre pasaba por su estómago. Por eso, algunas ideaban métodos bastante peculiares para parecer más deseables ante sus esposos.
Un ejemplo curioso era preparar masa directamente sobre su cuerpo, hornear pan con ella y ofrecérselo a su pareja. Otro manjar consistía en una mezcla de miel con pétalos de rosa, que también se creía tenía poderes seductores. Incluso había mujeres que se untaban el cuerpo con miel para aumentar su atractivo.
En la Alta Edad Media, llevar el cabello largo era un claro símbolo de estatus. Por el contrario, los peinados cortos estaban reservados casi exclusivamente para los sirvientes. En algunas regiones, incluso existían castigos severos para quien se atreviera a cortar el cabello o la barba de otra persona, y la sanción solía recaer sobre quien había cometido tal acto, no sobre la víctima.
Para un noble, perder su melena sin consentimiento era una humillación pública. En la dinastía merovingia, que gobernó los reinos francos entre los siglos V y VIII, un heredero con el cabello cortado quedaba automáticamente descalificado para acceder al trono. Y no solo importaba la longitud: también el color del cabello tenía un significado simbólico. Las melenas doradas representaban la autoridad real, mientras que las cabelleras oscuras —negras o castañas— se asociaban con el coraje y la valentía.
Aunque las damas nobles, una vez casadas, ocultaban cuidadosamente su cabello de las miradas ajenas, ninguna quería perder su melena. Para evitar la caída del cabello, se utilizaban todo tipo de infusiones de hierbas con supuestos efectos fortificantes. Si, a pesar de ello, el cabello comenzaba a caerse o debía cortarse por motivos de salud, las mujeres podían recurrir a extensiones. Pero había una norma estricta: las pelucas no podían estar hechas con cabello humano, ya que se consideraba de mal gusto. En su lugar, se utilizaban trenzas elaboradas con lana o seda para dar volumen y forma al peinado.
Para lograr el codiciado tono rubio, se teñía el cabello con una mezcla de leche materna y azafrán. Eso sí, no valía cualquier leche: debía ser específicamente de una madre que hubiera amamantado a un niño varón. Investigaciones modernas han recreado esta receta, y los resultados muestran que, en la práctica, su efectividad deja bastante que desear.
Las mujeres de la Edad Media tenían sus propios trucos para combatir el mal olor. Elaboraban desodorantes caseros sólidos a base de albayalde (un tipo de plomo blanco) mezclado con camphora y agua de rosas. Aunque hoy sabemos que el plomo es tóxico, estudios recientes revelan que estos preparados funcionaban bastante bien gracias a sus propiedades antibacterianas.
Muchos de los ingredientes utilizados en la medicina y la cosmética medieval nos resultan hoy, como mínimo, desconcertantes. Por ejemplo, los médicos de la época recurrían con frecuencia al estiércol seco para tratar diversas enfermedades. Se creía que el de perro era eficaz contra el dolor de garganta, el de vaca ayudaba con el reumatismo y los excrementos de ratón eran un remedio efectivo contra los parásitos intestinales. Aunque estas prácticas hoy nos parezcan grotescas, estudios modernos han confirmado que el estiércol seco de animales domésticos sanos puede tener propiedades antimicrobianas reales, lo que explicaría su uso en la medicina popular de entonces.
Otro remedio muy popular en la Edad Media era el jarabe de caracol, que tenía la ventaja de poder prepararse en casa. Se mezclaban caracoles con azúcar y el líquido resultante se usaba para aliviar el dolor de garganta, tratar la tos e incluso curar quemaduras. Además, muchas mujeres aplicaban este jarabe en la piel como tratamiento de belleza, con la esperanza de lucir más atractivas.
Por extraño que parezca hoy, no todos los habitantes de la Edad Media vaciaban sus orinales en la calle o en la letrina. La orina humana tenía múltiples usos en aquella época: se utilizaba para curtir pieles, fijar tintes en las telas, quitar manchas difíciles e incluso como base para ciertos remedios médicos. Por eso, quienes no tenían muchos recursos solían recolectar cuidadosamente el contenido de sus orinales y luego lo vendían.
Y por cierto, incluso en la relativamente reciente época victoriana existían muchas costumbres que hoy también nos dejarían perplejos.