11 Cosas que dejé de hacer porque creo que soy demasiado madura para ello, y ahora soy feliz
Pronto cumpliré 40 años, y en todas las cadenas de televisión me dicen lo que debería o no debería hacer en esta nueva década de mi vida. Las tiendas de cosméticos me sugieren cremas que me transformarán mágicamente en una veinteañera, y mi madre intenta ponerme pendientes de oro de mi abuela porque “la bisutería ya no se lleva a mi edad”. Pero creo que todos son estereotipos, así que he hecho una lista personal de cosas que he dejado de hacer a esta altura de mi vida.
¿Qué dejaste de hacer o, por el contrario, qué empezaste a hacer al llegar a cierta edad?
1. Tolerar la injusticia y callar
“El que calla pasa por sabio”. ¿Has oído alguna vez ese dicho? Ahora no estoy de acuerdo. Pero hubo un tiempo en que todos me llamaban la callada. Tenía miedo de decir algo estúpido e inapropiado. En las reuniones me quedaba en silencio en un rincón, y en las juntadas con amigos, siempre había alguien bromeando acerca de si estaba allí o ya me había ido.
Ahora estoy dispuesta a poner en su sitio a cualquiera que me critique, me acuse injustamente o haga comentarios sarcásticos e inapropiados.
En décimo grado, mi hija fue a las reuniones de su propia fiesta de graduación: le interesaban estas cuestiones. Luego, yo aparecí en el colegio para entregar el dinero para la fiesta. La profesora de la clase me dijo que la cantidad era superior a la acordada. Ante mi desconcierto, ella respondió: “Las otras madres fueron discutiendo el tema y usted apareció recién, así que debería adaptarse a las circunstancias”. Me quedé en silencio un minuto y luego decidí hacer una aclaración: “¿Quizá debería ir a ver al director y discutir esta desafortunada injusticia?”. Me miró indignada, pero no pudo hacer nada, tuvo que tomar exactamente la cantidad de dinero que estaba pactada con anterioridad.
2. Seguir los estereotipos asociados con la edad
Dicen que a mi edad no puedes hacerte tatuajes, teñirte el pelo de colores poco naturales o llevar un bikini en lugar de un traje de baño entero. Creo que todos estos son estereotipos y que nadie puede prohibirme hacer lo que quiera. Dentro de la ley, por supuesto.
El año pasado mi hija quiso teñirse el pelo de azul intenso. Y no la disuadí; de hecho, fuimos juntas a la peluquería y salimos con el pelo azul cielo. “¿No te importa lo que pensará la gente?”. Ni mi hija podía creer que hubiera decidido hacer semejante cambio, aunque pude ver en sus ojos que estaba encantada con una mamá tan “imprudente”. Me gusta mi nuevo aspecto, y siempre puedo recuperar mi viejo look si me aburro.
Por la noche mi madre me llamó y dijo que quería regalarme unos aretes de oro de mi abuela. Me dijo: “A tu edad ya no se lleva la bisutería”. Me reí por dentro. Se olvidaría de la bisutería en un instante si supiera lo que me hice hoy en el pelo.
3. No buscar ayuda
Solía leer libros de psicología y seguir las opiniones de expertos de renombre. Pero en algún momento descubrí que todo especialista que se respete tiene un psicólogo. Es decir, tener conocimientos no significa que puedas resolver tus problemas por ti mismo. Los dentistas no tratan sus propios dientes, sino que acuden a sus colegas.
Voy al psicólogo y no me avergüenzo de que alguien escarbe en mis rencores infantiles, corrija mis actitudes y, a veces, me haga llorar. En primer lugar, se hace con mi consentimiento y con mi dinero. En segundo lugar, siempre es mejor ver la situación desde otro ángulo (si es desde el ángulo de un profesional, claro). Me sorprendí de cuántas cosas evidentes se me han pasado por alto en ciertos momentos.
4. Preocuparse por las opiniones de los demás
Este verano nos reunimos con mis compañeros de clase. Algunos se han ido a vivir al extranjero y solo vienen de visita. Otros ya han abierto su tercer negocio. Otros se han casado y se están construyendo una casa en un barrio residencial. En fin, situaciones muy diferentes a las mías.
Lo dije abiertamente: sí, a mi edad no he conseguido ningún “éxito”, pero tengo un marido amoroso, un trabajo estupendo y una hija inteligente y cariñosa. Si alguien piensa que no estoy a su nivel, me importa un bledo. Vivo mi vida al máximo, y ninguna opinión puede cambiar eso.
5. Guardar cosas innecesarias
Antes me encantaba tener todo tipo de cosas bonitas: blocs de notas, recuerdos de viajes, tazas y camisetas de colores, etc. Luego, cuando tuve que mudarme muy, muy lejos, me desenamoré de esta manía de guardar recuerdos. Todas estas chucherías ocupaban muchas cajas. Pensaba que arrastrar tanta cantidad de cosas era difícil, y tampoco quería pagarles de más a los chicos de la mudanza, así que hice unos cuantos viajes hacia el contenedor de basura más cercano.
Y eso me gustó. Al fin y al cabo, nunca usaba esas cosas, pero ocupaban la mitad de mis armarios. Ahora tengo una regla: reviso mis cosas cada 3 o 4 meses. Y si durante ese tiempo nunca he sacado un souvenir de la mesita de luz, ese souvenir va a la basura. Y cualquier cosa más o menos valiosa, pero innecesaria, la vendo.
6. Preocuparse por la edad
Tengo una amiga. Es casi 10 años más joven que yo, está a punto de cumplir 30. Cuando le recordé, sin pensarlo dos veces, que estaría bien celebrar su cumpleaños a lo grande, se echó a llorar. Es decir, YA tiene 30 años, ya tiene arrugas y canas. Me apresuré a tranquilizarla: “30 años es joven. Y 40 años también. Y 50. Y en general, cuando quieras. La gente de marketing te dice por todos lados que la vida se acaba después de los 30 y que debes hacer todo lo posible para lucir exteriormente de 20 años. ¡Si te aceptas tal como eres, con todas las arrugas y canas, no tendrán a quién sacarle dinero!”.
Creo sinceramente que la belleza es diferente para cada edad y no hay necesidad de intentar ajustarla a unos estándares. Incluso me da intriga cómo me veré a los 50 o 60 años. ¿Y a los 70?
7. Seguir hablando con gente poco interesante y disculpar las actitudes dañinas de las personas
Solía salir con mis amigos de la infancia porque “somos amigos desde hace muchos años”, aunque hace tiempo que quedó claro que íbamos en direcciones distintas, y después de nuestras reuniones me sentía “exprimida” como un limón. No insto a romper todos los lazos que no convienen. Pero reducir los contactos al mínimo es bastante realista.
También solía excusar a la gente mala todo el tiempo. Tenía un amigo. Se ganaba la vida encontrando vacíos legales y aprovechándose descaradamente de ellos. Aunque no era un delito, todo me parecía terriblemente mal. Pero lo justificaba diciendo que era huérfano, que la vida era dura para él, etc. Entonces pensé en ello y me di cuenta: ¿cuánta gente tiene la vida difícil? ¿Esto te da derecho a actuar feo? Dejé de hablarle sin remordimientos.
8. No ocuparse de la salud
Llevo toda la vida luchando con el tema de mi peso. Solía hacer dieta solo para lucir delgada. Entonces me relajé y acepté el hecho de que no podía estar delgada sin hacer dietas extremas. Más o menos acepté mi aspecto, pero un día mi cuerpo llamó a mi puerta preguntándome: “¿Hasta cuándo vas a ignorarme?”.
En un momento dado tuve sobrepeso, aunque no mucho. Pero me costaba caminar, tenía la cara hinchada por las mañanas y estaba cansada todo el tiempo. Así que intenté entrenar en la casa. Antes me costaba mucho entrar a las clases de entrenamiento físico, pero ahora me cuesta salir de ellas. Sinceramente, me siento mejor que cuando tenía 20 años: no me duele la espalda ni el cuello, y no siento la fatiga.
9. Descuidar la propia comodidad
Solía ser incómodo para mí dejar a los invitados antes de tiempo, lo que provocaba que no durmiera lo suficiente y fuera a trabajar en un estado terrible. Ahora pido un taxi sin pensármelo dos veces y digo directamente que ya es hora de irme a la cama, así que adiós.
En mi casa tengo cortinas opacas, un humidificador y un colchón ortopédico. Y en lugar de tacones de aguja, zapatos cómodos de tacón bajo con plantillas hechas a medida.
10. Intentar parecer muy lista
Solía intentar gustarle a todo el mundo. Pero por alguna razón, estaba segura de que para ello tenía que saber la respuesta a cualquier pregunta o ser capaz de resolver cualquier problema. Solía hacerlo todo sin pedir nada a cambio. A veces incluso me avergonzaba de no saber algo.
Ahora, sin remordimientos, puedo decirle “no lo sé” a mi interlocutor y enviarlo a que pregunte en Internet o a un especialista. Al fin y al cabo, no soy una enciclopedia.
11. Desvalorizar los propios logros
Sí, todavía no he construido una casa, no he ganado un premio Nobel ni un Óscar, y el dinero tampoco tiene prisa por mimarme. Pero aprendí a notar mis pequeños logros: así que volví a entrenar después de una larga enfermedad, y he superado mi plan semanal en el trabajo. Y ayer aprendí a hacer pan de maíz. En resumen, bien por mí.
En los días realmente malos, me elogio mentalmente por hacer pasta o quitar el polvo de la estantería, o incluso por levantarme de la cama. Pero nunca me desanimo, porque es imposible hacerme sentir mal por mi falta de “grandes” logros. Mi paz interior se ha convertido en algo mucho más valioso que mi orgullo.