Voy a contar con sinceridad cómo se siente una persona que depende completamente de las opiniones de los demás

Psicología
hace 4 años

Hola, me llamo Anna. Hoy quiero contar lo que pasa por la cabeza de un “eterno estudiante de excelencia” y por qué se debe renunciar al deseo de ser el mejor en todo. Las personas como yo, en contadas ocasiones, son bien recibidas por la sociedad. Pero es precisamente de los extraños de quienes buscamos la aceptación, y al mismo tiempo, no conseguimos darnos cuenta de que solo nosotros tenemos el derecho de evaluarnos a nosotros mismos y nuestras vidas.

El síndrome de un estudiante excelente es un perfeccionismo poco saludable que eclipsa otros sentimientos y necesidades. La persona enfoca todos sus recursos al trabajo y/o la familia, pero siempre siente que no está haciendo lo suficiente. A causa de esto, aparecen complejos y depresiones, y en algunos casos, ataques de pánico o incluso enfermedades físicas. Especialmente para Genial.guru, comparto mi experiencia con el objetivo de ayudar a tantas personas como sea posible a creer en sí mismas y en sus fortalezas.

A veces, los niños comienzan a sufrir del síndrome del estudiante excelente debido a sus padres. Las expectativas exageradas de los papás se convierten en un cierto modelo de comportamiento: “Obtuviste un sobresaliente, bien hecho, te quiero”. El sistema escolar, desafortunadamente, apoya este modelo, y con la edad, las condiciones se vuelven más duras. Los “estudiantes excelentes” lo tienen claro: si te esfuerzas al límite de tus capacidades, sin duda, serás querido y respetado.

Además, hoy se rinde culto a llevar una vida exitosa. Pasa en todas partes: en las redes sociales, la televisión y, al parecer, incluso con nuestros amigos y excompañeros de clase. Y nosotros, “estudiantes excelentes” patológicos, no logramos de ninguna manera alcanzar el nivel de los demás y existimos como si fuéramos el trasfondo de la vida feliz de otras personas.

En mi historia, mis padres no tenían la culpa. Mamá y papá me querían incondicionalmente: no me ponían condiciones del tipo “si sacas un sobresaliente, te compramos un juguete”. Pero mi primera maestra explotaba a sus alumnos al máximo: nos comparaba entre nosotros y cortaba cualquier intento de que expresáramos nuestra propia opinión. A mí, una pequeña de 7 años, eso no me gustó en absoluto: no podía entender por qué el punto de vista de una mujer constantemente enojada era la única fuente de verdad. Empecé a discutir con ella y ahí cometí mi error.

La maestra veía que yo lograba unos excelentes resultados, incluso para mi clase de nivel “avanzado”, pero aun así no lograba quererme. Basándose en sus principios, me ponía notables, con una sonrisa despectiva me devolvía el cuaderno con los odiados “no sobresalientes” y sentenciaba: “Pero Olga / María / Valeria lo hizo bien, sobresaliente”.

Todas estas Olgas y Marías, rápidamente se dieron cuenta de que algo iba mal conmigo. Me esforzaba, pero no me lo reconocían, no me ponían como ejemplo, no hablaban bien conmigo. Mientras que, con ellas, sí. Eso significaba que yo no valía. Por eso, a algunos no les caía bien, y otros preferían simplemente no verme. Quería tener amigos y comunicarme, pero a nadie le interesan los estudiantes excelentes e inteligentes. Y cuanto mejor sea el resultado de estudiante excelente, más fuerte será la hostilidad hacia él por parte de sus compañeros de clase.

Cuando en la escuela secundaria obtuve inesperadamente mi primer aprobado raso en un examen, los chicos de mi clase organizaron una fiesta para celebrarlo. Los odiaba por eso, pero me odiaba más a mí misma. Fue mi fracaso, no podía permitirme algo así de nuevo. Entonces, tenía que estudiar aún más para demostrarles... ¿O demostrarme a mí misma?

Estudiaba libros de texto día y noche, trataba de leer a Conan Doyle en versión original, ganaba las competencias entre escuelas y aun así sentía que no estaba haciendo lo suficiente. Y lo sentía correctamente. Para conseguir la medalla de plata (ni siquiera la de oro, ¡qué vergüenza!), a mí, la mejor estudiante del curso, me faltó un sobresaliente. Y en la fiesta de graduación, los profesores abrazaban a mis compañeros de clase, alabándolos y felicitándolos por un buen trabajo y a mí me decían a regañadientes: “De ti, esperábamos más”. No pude demostrar nada a nadie.

En mi primer trabajo, nuevamente, me di cuenta de que no era valía nada. Tenía pánico de cometer un error, hacía y rehacía el trabajo tres veces, tratando de lograr el ideal. Casi dejé de comer y dormir, a menudo lloraba y, en las pocas horas de sueño, sufría pesadillas. Tenía 20 años y, con una estatura de 1,67 metros, pesaba 46 kilos.

No lograba encajar y, con frecuencia, cambiaba de trabajo. La mayoría de los “estudiantes excelentes”, al igual que yo, anhela la aprobación de los demás: estamos acostumbrados al sistema de calificación y en la edad adulta nos evalúa todo el mundo (así me parecía en aquel tiempo). Incluido en el trabajo. Necesitas que te pongan un sobresaliente, te alaben, te den palmaditas en la espalda y te digan por fin que eres buena.

Por lo tanto, cada vez, tenía que ganarme el respeto en un nuevo equipo. Trataba de complacer, de ser útil y necesaria, por eso ofrecía mi ayuda a mis colegas. Pero las personas tienen una peculiaridad desagradable: pronto se vuelven descarados. Al poco tiempo, todos estos “ayúdame con el informe”, “escribe un artículo por mí, que somos amigos”, se convirtieron en mi deber.

Me daba cuenta a la perfección de que me estaban utilizando, pero no podía negarme. Al fin y al cabo, la persona lo necesita y yo tengo la posibilidad, por eso debo ayudar. De lo contrario, seré mala. Finalmente, la culpa es mía. Por eso, mis colegas recibieron elogios y promociones y yo seguía siendo una empleada común en la que nadie se fijaba.

Lo más difícil fue creer en mis propias fortalezas. Una vez, estaba organizando, por mi propia cuenta, cursos de aprendizaje remunerados para la empresa en la que trabajaba. Me asignaron toda la responsabilidad del proyecto, así que estaba muy preocupada y nerviosa, fuera de mí. Tenía unos dos meses para preparar las instalaciones, junto con los maestros, para elaborar un programa e inscribir a los alumnos. Así fue como comencé a trabajar siete días a la semana.

Tenía miedo de que nadie quisiera hacer estos cursos, pero al final había el doble de alumnos que plazas disponibles. Me preocupaba que no les gustara, pero de 16 estudiantes, solo uno quedó descontento. ¡Y aun así, lo hubo! ¡La persona pidió que le devolviesen el importe abonado y abandonó MIS cursos! Una vez más, no logré el éxito y, luego, durante varios meses, no pude trabajar con normalidad debido a una sensación constante de mi propia falta de profesionalidad.

Para mí, no había nada a medias: si me quedaba hasta tarde en el trabajo, hasta la noche, si ayudaba, lo hacía al máximo. Simplemente, no tenía derecho a hacer chapuzas y no cumplir con mi trabajo al 100 %, pero yo misma seguía considerándome una estúpida fracasada. Lo mismo ocurría en las relaciones personales y en casa.

Mi primer novio, solía repetirme: “¿Quién te va a querer siendo así, salvo yo? ¡Alégrate de que todavía esté contigo!”. Y me alegraba. Aprendía a cocinar delicias, recetas al pie de la letra, mantenía la casa impecablemente limpia. Con el fin de no “marear al chico con tonterías”, estudiaba docenas de libros de psicología... y aun así no era lo suficientemente buena. Luego, escapé a otra relación donde mi pareja bebía bastante, no me insultaba ni pegaba.

Estaba convencida de que todavía no me merecía nada más.

Y continuaba trabajando y aguantando. Pero a los 24 años, me ingresaron para someterme a una intervención: todo mi estrés se convirtió en una desagradable e incurable enfermedad. Tres días después de aquella operación, mis superiores me llamaron: ven a trabajar, no hay nadie más para hacerlo. Y fui. ¿Qué demonios...?

Fue entonces cuando me di cuenta de que ya no podía vivir más así. Siempre esperaba la aprobación de los demás. Hago algo y luego los miro con una mirada de mendicidad: ¿De verdad, está bien? ¿Seguro que le gusta? ¿No van a reírse de mí?

Basta. Ya tuve suficiente.

Comencé lentamente, con pequeños pasos, a reconstruirme. Al principio fue duro: el hábito de trabajar hasta el límite de mis fuerzas no me permitía reposar ni siquiera durante media hora. Lo más difícil fue aprender a negarme: me parecía que con mi “no” traicionaba a toda la humanidad. Pero, sorprendentemente, nadie murió de esto.

Por fin, tuve el valor de rechazar a una pareja que no me convenía y el trabajo donde me exprimían como a un limón. Ahora me doy cuenta de que nunca fui “defectuosa”, simplemente, todos somos diferentes. Nueve años después de la graduación, pude perdonar a mis compañeros de clase y a mi primera maestra, dándome cuenta de lo que realmente valgo. Y les aconsejo a todos los “estudiantes excelentes” patológicos que hagan lo siguiente:

  • Deja de criticarte a ti mismo por cada paso que das. Todos nos equivocamos, pero culparnos constantemente es un camino directo a sufrir neurosis. En lugar de practicar la autocrítica, aprende a alabarte a ti mismo. En vez de decir “hoy trabajé muy poco”, opta por “hoy entregué dos informes y limpié la cafetera”.

  • Empieza a llevar un diario con tus logros y apunta allí todo lo que hiciste durante el día. De esta manera, te será más fácil elogiarte y amarte a ti mismo.

  • Date cuenta de que lo ideal es inalcanzable y no serás el mejor en todo. Simplemente, porque tú mismo vas a elevar el listón hasta el infinito. ¿Para qué estás tratando de convertirte en el mejor estudiante del curso, empleado del mes, esposa del año? ¿Para colgar un diploma en la pared de tu dormitorio? Todos tratamos de ser, simplemente, felices, y la verdadera felicidad está precisamente en la capacidad de apreciar lo que tienes.

  • Aprende a no hacer nada. Lo digo en serio. Dedica a una inactividad agradable, para empezar, al menos, unos minutos al día, te parecerá una salvajada, pero te acostumbrarás. Disfruta de tu serie favorita, túmbate en el sofá con un libro, pero no pienses en lo que tienes que hacer.

  • Piensa en ti y aprende a decir que no. Toma las decisiones basándote en tus necesidades, no en los deseos de los otros. No debes nada a nadie, mientras que tu salud y tus seres queridos siempre deben ser más importantes que el trabajo.

  • Ve al psicólogo. No lo hice porque estaba convencida de que estaba bien, solo que los demás eran mejores. Necesitaba darme cuenta de que esto era un problema. Necesite otros 2 años para resolverlo por mi propia cuenta.

Con pocas palabras, trata a veces de dejarlo pasar. Por ejemplo, yo aprendo la filosofía de adoptar una actitud relajada hacia los problemas de mi gata Musia. Este bollo de pelo esponjoso, con toda su apariencia, te revela: “Sé que me amas, incluso si rompo esta taza, ¡ups!, pasó solo, dame algo de comer”. Está segura de que no tiene que hacer nada sobrenatural, sino simplemente ser ella misma, para ser amada y apreciada. Genial, ¿verdad?

Y tú, ¿crees que es posible ser feliz llevando una vida por y para lograr la aprobación de los demás? ¿Conoces a alguien que ha pasado por esta situación? ¿Qué le recomendarías?

Comentarios

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No entiendo cómo puede haber maestras como la de la historia

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