20 Pruebas de que la tacañería de la gente puede llegar a extremos impensados

Historias
hace 1 año

¿Alguna vez te has sentido como si estuvieras arrastrando un elefante por un sendero empinado cuando tratas de que una persona tacaña comparta algo contigo? ¡No estás solo! La mayoría de nosotros hemos conocido a alguien que se guarda el pastel entero o te invita a comer a su casa y solo te ofrece agua del grifo. Aunque no entendamos del todo su comportamiento, lo cierto es que este tipo de gente siempre da que hablar, y a su alrededor se generan historias que, más tarde, nos causan risa. Como les ha sucedido a nuestros lectores, quienes tuvieron que lidiar con un mezquino en su vida.

De este tipo de historias hay por miles. Lamentablemente, la mezquindad es un defecto común, y muchas veces no nos damos cuenta de que alguien cercano, como un novio o un cónyuge, lo tiene, hasta que es demasiado tarde. Batallar con estas personas no es fácil, pero al final, quedan las anécdotas graciosas. Como nosotros no somos tacaños, las compartimos contigo: uno, dos.

  • Hace años, unos amigos nos invitaron a comer a su casa (somos 5) y fuimos. Tenemos la costumbre de llevar algo para no llegar con las manos vacías. Compramos 2 kg de carne, salchichas para asar, tortillas, refrescos y botanas. Cuando llegamos, dijeron: “Vamos a preparar la parrilla”, así que nosotros sacamos todo lo que habíamos comprado y ellos solo sacaron 10 chiles rellenos de queso y tocino, y los pusieron en la parrilla con una cebolla. Pensamos: “Bueno, ahora seguro sacan la carne o el pollo, pues ellos nos invitaron a cenar”. Pasó media hora y nada. Decían: “Más tarde serviremos la carne y las salchichas. Primero comeremos los chiles”. Pero nunca sirvieron nada. Si no hubiéramos llevado bocadillos, habríamos comido puro chile. Por eso, nunca hay que ir a donde te invitan con las manos vacías. © Norma Alicia Silva Olvera / Facebook
  • Un pariente nos invitó a mi mamá y a mí a comer a su casa. Nos dijo: “¡Ay! Qué pena que vengan hoy, pues solo tengo caldo con verduras”. Pero el caldo solo tenía chayotes. Al rato, llegó la nieta con su novio, entonces ella sacó unos gruesos y enormes bistecs, se los cocinó y hasta les preparó una ensalada© Narda E. Marckwedrt / Facebook
  • Siempre me ha gustado ofrecer apoyo para las fiestas familiares. En una ocasión, fui “madrina de pastel”, pero no pude ir a la comida por cuestiones de trabajo. Mi esposo e hijos sí fueron y con ellos me mandaron una rebanada de pastel del tamaño de una oblea. Lo que más me causa sorpresa es que todo el mundo sigue comentando que el pastel estaba tan delicioso que varias personas se llevaron a casa grandes rebanadas. © Esme Joss / Facebook
  • A unos vecinos les encanta cómo mi esposo prepara el pescado, así que nos invitaron a cenar con la condición de que él cocinara el pescado. Al final, apenas alcanzó, porque llegó un hijo que, según parece, no estaba invitado. Él y la otra hija se sirvieron dos veces. Al ver eso, mis hijos pidieron más, pero la vecina no quería servirles porque decía que no iba a alcanzar. ¡Ah! Pero a sus hijos sí les sirvió dos porciones de las más grandes. Entiendo que ellos compraron todo con la condición de que mi esposo hiciera el resto. Después de muchas comidas con ellos, esta fue la última. Nos retiramos y ya no volvimos aceptar sus invitaciones. © Jany De Ortiz / Facebook
  • Recuerdo cuando viví en casa de una amiga con su familia y acordamos que cada quien pondría algo para la cena del 31 de diciembre. A mí me tocó el pernil de cerdo. Puse el dinero para que la mamá de mi amiga lo comprara, pero ese día no hubo ni pernil ni cena. Solo prepararon una olla muy grande de chicha andina, que además fue la comida de varios días, solo eso. Fui al apartamento de un vecino y cené allí. Ahora solo me queda el mal recuerdo. © Elvira Wever / Facebook
  • Esto pasó hace mucho, cuando estaba en cuarto año de primaria. La maestra, que tenía cara de ángel, pero un corazón bastante malvado, nos pidió que lleváramos un kilo de fruta para armar la ofrenda de muertos, pues esa iba a ser la única actividad del día. A mí me tocó llevar mandarinas. Al terminar la clase, la maestra hizo el intercambio de calaveritas y con toda la maldad del mundo, nos pidió que recogiéramos la fruta en una gran bolsa negra. Como niños inocentes que éramos, vimos cómo ella tomó la bolsa y se la llevó. Imagínense, éramos 35 alumnos en el salón y cada uno había llevado un kilo de fruta. Lógicamente, cuando llegué a casa, mi mamá me preguntó dónde estaba la fruta para ponerla en el frutero, pues como los demás padres, pensó que la maestra iba a repartirla entre sus alumnos. Le conté lo que había sucedido y mi madre se enojó muchísimo. En esos tiempos los padres no reclamaban, así que la “maestrita” se hizo de fruta para su ofrenda y para todo el mes, la muy mezquina. © Tia Tany / Facebook
  • Un 24 de diciembre, mi ahora exesposo me dijo: “Mi mamá nos invitó a cenar tamales, ¿vamos?”. Ella siempre hacía tamales para toda la familia, así que fuimos. Llegamos, saludamos, conversamos y luego pasamos a la mesa. Mi exsuegra se acercó y me preguntó: “¿Quieres un tamal?”, y literal, me sirvió solo UN tamal. Me quedé esperando a que me convidara más, mientras mi exesposo ni enterado. © Peach Blossom / Facebook
  • Dejé de reunirme con un grupo de “amigos”, quienes, cuando yo tenía dinero, me invitaban a todos lados, pues yo no tenía problema en pagar todo. Pero el día que les dije que no tenía, me respondieron: “Bueno, no te preocupes, otro día nos juntamos contigo”. Esa vez, salieron ellos solos y pagaron todo. A esta clase de gente mejor tenerla lejos. © Mili Bustos / Facebook
  • A mi familia y a mí, nos invitaron a la boda de una sobrina. Llegamos, entregué el regalo, nos acomodamos en una mesa y enseguida comenzaron a servir el banquete en todas las mesas alrededor, menos la nuestra. Mi esposo se levantó y nos dijo: “Vámonos de aquí que no somos limosneros”. Así que fuimos a comer a un restaurante de mariscos. Esa noche salí de la fiesta con mucha tristeza. Desde esa vez, no vamos a NINGUNA FIESTA DE ESA FAMILIA, aunque nos inviten, ¡qué vergüenza! © Fely Garcia Valencia / Facebook
  • Una vez me invitaron a la graduación de un muchacho que se recibía en Ciencias y Letras. Me ofrecí a llevar los refrescos, además del regalo. Mandé a comprar tres cajas de soda antes de llegar. Cuando llegué, ya la fiesta había comenzado y unas personas que no conocía estaban sirviendo la comida y la bebida, pasaban junto a mí sin ofrecerme nada, mientras yo moría de hambre. Me cansé y le dije a una de las muchachas que servía que yo también era un invitado y si por favor podía traerme algo de comer. La señora que estaba junto a mí me ofreció de su plato, pues dijo que ya no tenía hambre, pero le dije que no y esperé a que volviera la camarera. Cuando lo hizo, solo me trajo un poquito de arroz chino. Le di las gracias, me levanté y me fui a comer a un restaurante cercano. © Francisco Lopez / Facebook
  • Hace unos años, mi esposo se esmeró en celebrar mi cumpleaños. Compró de todo, carne, pollo, costillas. Todo iba bien hasta que se le ocurrió invitar a unos vecinos. Yo no tenía muchos amigos porque trabajaba, hacía poco que había llegado a la ciudad y no conocía a mucha gente. Lo cómico fue que ellos trajeron a sus propios invitados, familiares y amigos, que se comieron y bebieron todo y yo tuve que atenderlos. Terminé muy cansada, pues había trabajado todo el día y luego hice de camarera de los invitados, a quienes no conocía, que ni me trajeron un regalo y tampoco me felicitaron. Se fueron cuando terminaron de comer y beber y yo me quedé con hambre, pues ya no había nada. Nunca más celebré mi cumpleaños, prefiero salir con mi familia y pasarla bien con quienes amo. © Jacke Cerpa / Facebook
  • Un día, una amiga de mi mamá la invitó junto con mi abuela a desayunar tamales. Resulta que por cierta situación, se nos hizo tarde y no pudimos entrar a la escuela, así que mi mamá decidió llevarnos. Cuando la amiga nos vio, se puso muy extraña. Es que ella solo había comprado un tamal para cada una. O sea, solo tenía tres tamales. Mi mamá me dio la mitad del suyo y mi abuela hizo lo mismo con mi hermana. Ahora me da risa, pero no la juzgo. Qué tal que no tenía para más. © Giselle Vedia / Facebook
  • Un día, una vecina de a dos casas vino a invitar a mis hijos a partir el pastel de cumpleaños de su niño. En un instante saqué un juguete nuevo que tenía guardado, lo envolví bien bonito y los acompañé hasta la puerta. Los hicieron pasar, les dieron una rebanada de pizza y les dijeron que jugaran afuera mientras llegaban más niños. Una hora más tarde, les dijeron que gracias, que ya se había acabado la fiesta. Mis hijos volvieron y me contaron que no hubo pastel. Entonces, nos quedamos sentados en la entrada de mi casa y vimos cómo la vecina cerraba la puerta y todo el mundo dentro cantaba las mañanitas. Después de un rato, los niños comenzaron a salir con un trozo de pastel. Me enojé mucho, pues, ¿para qué invitó a mis hijos entonces? © Alejandra Flores / Facebook
  • Tengo dos anécdotas. Una fue cuando teníamos un grupo de amigos, éramos todos graduados de la misma escuela. Uno de ellos propuso hacer una parrillada y todas las parejas estuvimos de acuerdo. Nosotros ofrecimos nuestra casa, y cuando pregunté si era por cuota o cooperación, el de la idea dijo que nosotros pusiéramos la carne para las cuatro parejas. Nunca más volvimos a compartir nada con ellos. La otra pasó hace no mucho tiempo. Estábamos en la casa de un familiar y nos invitaron a una comida para celebrar el cumpleaños de una niña. Nos invitó el padre, que era pariente del papá de mis hijas. Teníamos que llevar algo para compartir, así que mi exesposo llevó carne y pollo que yo había comprado para hacer una parrillada y había quedado. En la fiesta nos dieron sopa y pescado, nunca vimos el pollo ni la carne. Al día siguiente, no teníamos qué cocinar y tuve que volver a comprar. Nunca más volví a compartir “a medias” con esa familia. © Maricel Orellana / Facebook
  • En una ocasión, unos amigos me invitaron a su casa. Yo estaba sola ese día porque mi esposo estaba de viaje por trabajo. Los amigos querían hacer un “sancocho”, entonces fuimos a comprar todos los ingredientes al supermercado y al pagar, dividimos la cuenta a la mitad. Cuando casi estaba lista la comida, se presentaron cinco personas más que yo no conocía, que mis amigos habían invitado y, por supuesto, no llevaron nada. Me pareció de mal gusto, pues lo sentí como un abuso. © Zory Avila / Facebook
  • Un exjefe mío invitó al grupo de mensajeros al bautismo de su hija. Les pidió que fueran vestidos con el traje que usaban para visitar a los clientes. Cuando llegaron al evento, los hizo pasar por la puerta de la cocina, donde les dieron bandejas para que sirvieran a los invitados. Al final, les regalaron una botella de refresco, pero para que se la llevaran. © Antonio Jaimes / Facebook
  • A veces, no es cuestión de tacañería, sino de hacer diferencia entre las personas. Un día fui a ver a mi hermana y me ofreció agua de panela (somos colombianas). Me dijo que le daba pena conmigo porque no tenía nada más. No había terminado mi bebida cuando llegó un amigo suyo a quien le preparó chocolate con queso y panecillos dulces. Otra vez que pasé por su casa, me preguntó si ya había almorzado porque ella no había preparado nada. Al rato, llegó un joven y le dijo que tenía arroz con pollo para convidarle. © Luz Nelly Rodriguez / Facebook
  • Me sucedió en mi propia boda. La familia de mi esposo se llevaba la comida conforme mi mamá y mi tía la servían. Mi madre tuvo que ponerme un plato en la mano, porque sabía que yo no había comido nada de los nervios. Pero parte de mi familia no alcanzó a comer. Fue una boda comunitaria, mucha gente me ayudó llevando alimentos. El pastel era un sueño, de tres pisos. Después me enteré de que cada piso era de un sabor diferente. El de arriba era de fresa (favorito del novio), el del medio, de vainilla y el de abajo, de chocolate (mi favorito). Solo probé el piso de fresa, porque mi mamá rescató un poco para nosotros. Los otros dos pisos se los llevó enteros la familia de mi esposo. Mis invitados comieron las migas. Su familia también se llevó vasos, platos y arreglos florales. Todo era alquilado y tuvimos que pagarlo. Claramente, el matrimonio duró poco. Él mantuvo hasta el fin que yo exageraba. © Elvimar Yamarthee / Facebook
  • A mí me sucedió algo peor. La suegra de mi sobrino me invitó a almorzar un platillo caribeño, delicioso. Cuando llegué a su casa, me sirvió café y pan baguette con queso crema. Cuando llegaron los demás invitados, les sirvió la comida y yo me quedé de espectadora, mirando, muerta de hambre. A la mujer se le olvidó que yo también era su invitada. © Aida Irias / Facebook
  • Fuimos a una boda. La fiesta era en un salón con mesas largas dispuestas en abanico, una al lado de la otra. Nos tocó la mesa justo donde se dividía la calidad de la comida y la bebida. En la mesa de la izquierda bebían refrescos en jarra y comían pequeños sándwiches sin variedad, igual que nosotros. En la mesa de la derecha, los invitados comían en platos y bebían gaseosas y otras bebidas finas en botella. Decidimos pertenecer a la primera clase y “adornamos” bien al camarero. Fue triste cuando lo vimos salir del salón con chaqueta y jeans, pues entendimos que íbamos a seguir siendo invitados de segunda categoría. Nunca lo olvidaré. Ahora me río, pero en ese momento, no. © Cecilia Spitaleri / Facebook

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