Hombre evitaba la relación con su hijo del primer matrimonio, hasta que un suceso cambió su decisión

Hay características heredadas de nuestra familia que son inconfundibles: la mirada de mamá, la sonrisa de papá, la altura del abuelo. Hay otras, sin embargo, que pasan más desapercibidas, como los hábitos y costumbres que adoptamos desde la infancia y nos acompañan en la adultez. Algunos son tan impensados como la forma en que manejamos nuestras finanzas, la cantidad de mantas con las que nos abrigamos a la noche, o incluso la forma de hablar. A continuación, algunos rasgos que creíamos propios de nuestra personalidad, pero tienen más que ver con nuestro entorno, de lo que pensábamos.
Incluso las acciones cotidianas que realizamos en forma automática pueden tener información genética. Por ejemplo, la forma en la que caminamos, la velocidad y el patrón de marcha podrían estar determinados por una base genética, además de factores cognitivos y educativos.
Estudios recientes demuestran que la rapidez con la que caminamos se relaciona con una mayor inteligencia y más años de educación: se lo utiliza también como una medida de la salud en general.
Se sugiere que a una mayor educación hay más predisposición a mantener un estilo de vida activo. También se ha observado que el caminar más rápido se asocia con un mejor estado físico general y una menor declinación cognitiva en la vejez. Es por eso que la forma en la que caminamos puede reflejar aspectos hereditarios y de salud integral.
Ordenar nuestro escritorio, nuestra ropa, nuestros libros. Y de niños: nuestros juguetes, los lápices de colores y los muñecos. Esta conducta meticulosa puede haber sido adquirida en nuestro entorno familiar: si nuestros padres eran ordenados, es probable que nosotros también lo seamos.
Sin embargo, la organización y el orden son herramientas adquiridas, y tenerlas presentes desde la niñez beneficiará al niño en su vida académica y laboral, además de volverlos competentes, más independientes y con la confianza suficiente para completar sus tareas.
Muchas veces nos descubrimos repitiendo palabras o frases de nuestra madre o algún familiar, y si bien nos puede causar gracia (¡o no!), es innegable que “heredamos” ciertos modismos de nuestro entorno familiar desde la infancia.
El lenguaje es un sistema que se desarrolla mediante la interacción y la repetición. Decir las mismas palabras, frases e historias una y otra vez ayudan a que el niño adquiera herramientas lingüísticas y pueda desarrollar el lenguaje en un entorno familiar y seguro, además de mejorar la comprensión. La repetición, entonces, se vuelve clave en el desarrollo del lenguaje y en la interacción con las personas.
¿Te resulta insoportable que la gente mastique fuerte, el ruido de una gota de agua o los bocinazos del tránsito? No estás solo: la misofonía es una afección sensorial que genera una gran sensibilidad a ruidos del entorno, al punto que la persona que la padece puede verse emocional y psicológicamente afectada.
Si bien el origen de la misofonía está empezando a ser estudiado, los especialistas creen que hay una predisposición genética, lo que significa que si alguien de tu familia tiene esta afección, es posible que también la padezcas. También está relacionado con otras afecciones como el trastorno de ansiedad o el obsesivo-compulsivo. De todas formas, como varios de los “detonantes” de la misofonía provienen del sonido ambiente, su origen se relaciona también con el entorno. Se recomienda entonces priorizar los ambientes tranquilos, identificar los ruidos que puedan generar una respuesta emocional y practicar técnicas de relajación, tales como ejercicios de respiración.
Vivimos en un mundo cada vez más acelerado y con numerosas demandas. Por eso, por más que sepamos que merecemos un momento de descanso, muchas veces viene aparejado con una sensación de culpa, porque pensamos que deberíamos estar siendo “más productivos”.
Este sentimiento está siendo estudiado por expertos, que afirman que hay un componente genético en algunas personas que tienden al alto rendimiento y su respuesta ante el ocio. Se descubrió que cuando intentaban relajarse, sus cerebros mostraban patrones similares a cuando se realizaban acciones moralmente incorrectas. Además, hay un trasfondo psicológico: hay personas que construyen un sentido de identidad atado a su productividad, que se ve amenazado si deciden descansar. Esa identidad, afirman los expertos, deberá ser construida por fuera de la identificación con la hiperproductividad.
Algunas personas cubren su cama con frazadas, mantas, almohadones y toda la ropa de cama que encuentren: ¿es por el frío? Otras necesitan cubrirse, aunque sea con una sábana, por más que haga calor, ¿a qué se debe?
Dicha costumbre tiene un componente psicológico y uno conductual, según la doctora Alice Hoagland. Este último explica que el cuerpo baja algunos grados al dormir, y en la fase del sueño REM no puede regular su temperatura. El componente psicológico tiene que ver con las costumbres familiares: si de niños teníamos una manta cercana a la hora de dormir, explica Hoagland, es probable que hayamos sido condicionados para relacionar el abrigo con la hora de dormir. De esta forma, en la adultez necesitamos frazadas para conciliar el sueño, como una suerte de objeto transicional (¡y es así como terminamos como burritos bajo miles de mantas!).
Una escena que se repite en cenas y reuniones familiares: el reproche si no terminas la comida del plato. Es común, sobre todo en la infancia, que se aliente a los niños a comer todo, pues “hay niños que no tienen nada que comer”, y es importante que adquieran los nutrientes necesarios en etapa de crecimiento. Sin embargo, a veces esto se traslada a la culpa por dejar comida sin ingerir, incluso en la adultez.
La costumbre de “limpiar el plato” puede tener un origen familiar, pero también social. En tiempos de escasez alimentaria, se instaba a la población a evitar el desperdicio de comida, incluso mediante campañas gubernamentales. En algunas familias, se les requiere a los niños que terminen la comida incluso cuando ya están llenos, o antes de realizar otras actividades o levantarse de la mesa. Esto puede ser perjudicial, por ejemplo, para reconocer la sensación de saciedad: si se sigue comiendo aún llenos, se corre el riesgo de comer mayor cantidad de comida que la requerida por nuestro organismo. Es necesario entonces revisar los pensamientos con relación a la comida que adquirimos a lo largo de nuestra vida para estar conscientes de lo que ingerimos.
El hábito del guardado de cosas innecesarias y la acumulación de objetos puede tener origen en la propia familia, pero también un origen genético. Si creciste en un hogar donde se aferraban a las pertenencias personales, es probable que al día de hoy te cueste desprenderte de tus amados muñecos de la niñez o tus cuadernos de la escuela secundaria, pero, ¿por qué?
El motivo podría ser herencia genética. En el 2007, expertos genetistas analizaron muestras de pacientes con TOC en cientos de familias y descubrieron un patrón genético común en aquellas que tenían más parientes acumuladores. Aunque la investigación sigue en desarrollo, esto sugiere que, además de los factores ambientales, la genética puede desempeñar un papel en la acumulación dentro de las familias.
La conversación tiene un rol central al momento de socializar: nos cueste más o menos, cuando la charla fluye con amigos o compañeros de trabajo, nos sentimos distendidos y a gusto. Sin embargo, cuando se produce un silencio, algunas personas pueden incomodarse y apresurarse a “llenar” ese espacio con más palabras (¡sea las que sean!).
Este fenómeno es común, y tiene una raíz cultural. El silencio no significa lo mismo para diferentes culturas, y mientras algunas (como la asiática o la nórdica) valoran las pausas y las asocian al pensamiento calmo, otras culturas occidentales pueden encontrarlo incómodo. En sociedades donde la conversación juega un rol importante, el silencio es interpretado a veces como falta de interés, enojo o desacuerdo. Es necesario, entonces, tener en cuenta estas diferencias a la hora de charlar con personas de diferentes contextos culturales.
Los hábitos que realizamos sin darnos cuenta, por ejemplo, al pensar o cuando estamos distraídos dicen mucho de nuestro entorno de crianza. Morderse las uñas o jugar con el cabello son manías que algunas personas arrastran desde la infancia, aunque sus causas pueden variar.
A veces estas conductas repetitivas son un hábito regulatorio de los niños (o adultos) cuando están nerviosos, impacientes o aburridos. Otras veces, pueden ser síntomas de otras condiciones, como un trastorno de ansiedad u obsesivo-compulsivo. Es importante de todas maneras evaluar las conductas en contexto, ya que por sí solas no son suficientes para establecer un diagnóstico.
Hay gente que no lo piensa dos veces antes de comprarse un nuevo par de botas o la última consola de juegos, pensando: “Después de todo, me lo merezco”. Otras personas, sin embargo, tienen el problema contrario: aun cuando tengan necesidades concretas, el hecho de gastar dinero en sí mismas las incomoda. El motivo, una vez más, parece provenir del entorno familiar.
Desde la infancia observamos y absorbemos las actitudes de nuestros padres en torno al dinero, y si crecimos escuchando frases como “no necesitamos esto”, o “el dinero no crece en los árboles”, evitando gastar a menos que sea estrictamente necesario, esos patrones se terminan internalizando y, al tener que gastar, surge un sentimiento de culpa, incluso en la adultez.
Es necesario, entonces, reconocer esas creencias arraigadas e identificar su origen para poder cambiar la relación con el dinero y poder realizar gastos medidos sin la sensación de que no lo merecemos.
Cuando llega el momento de descanso luego de un largo día, las rutinas previas a la hora de dormir pueden facilitar la transición a un mejor sueño. Algunos individuos toman té, otros acomodan sus almohadones, o verifican varias veces que todas las luces estén apagadas: estas costumbres quizás fueron adoptadas desde la infancia.
Para los niños, las rutinas antes de dormir son esenciales para estructurar su día a día, les dan seguridad y estabilidad. Ya sea que les lean una historia o que tomen algún objeto como un muñeco o almohada favorita. Este hábito, sostienen estudios, pueden trasladarse hasta la adultez.
Como dice el dicho popular: “El fruto no cae lejos del árbol”, y esto parece comprobarse cuando leemos estas costumbres, hábitos y manías relacionadas con nuestro método de crianza y la relación estrecha con nuestro entorno familiar. ¿Qué hábito te sorprendió más? ¿Cuáles puedes identificar en tu propia familia?