Traté de seguir la regla de moda y alababa al niño, incluso si se comportaba como un pequeño monstruo

Psicología
hace 2 años

Hace poco, mi hijo y yo fuimos a un supermercado. Él, como siempre, corrió a la sección de juguetes y comenzó a gimotear diciendo que necesitaba todo a la vez y ahora. Yo me enojé e irritada le respondí que no íbamos a comprar nada de eso, porque habíamos ido a buscar comida. Aparte, él ya no era pequeño. De repente vi que junto a nosotros un niño tomó un autito, gritando a todo pulmón y pataleando. Pero su madre estaba tranquila como una roca. Ella le sonrió y le dijo algo en voz baja. El pequeño se calmó y se fueron. Sin el autito. Algún tipo de magia... ¿cómo lo hizo?

Mi nombre es María, y como casi cualquier madre, ya me enteré de que parece que no se puede prescindir de discusiones en el proceso educativo. Pero últimamente me siento muy cansada de este monótono “ritual” de rezongar, lleno de reproches sobre estudiar, limpiar, etcétera. Por lo tanto, especialmente para Genial.guru decidí llevar a cabo un pequeño experimento familiar.

Esto no quiere decir que mi hijo y yo peleemos tanto. Más bien, muchos procesos, desde prepararse para la escuela y terminar con una visita al museo, van acompañados de discusiones monótonas. Hago preguntas significativas pero sin sentido, como: “¿Cómo puede ser esto? ¿Quién hace eso?”, y el niño descarta todo perezosamente.

Pero lo más importante es que esto no afecta en absoluto al resultado. Las tareas escolares no se hacen más rápido, la habitación no se limpia. Y todos somos unánimes en estar descontentos. No hay posibilidad de dejar al niño tranquilo, así que decidí cambiar mi enfoque. ¿Qué pasaría si en vez de regañarlo, lo alabo?

Debo decir que los psicólogos evalúan de manera ambigua la crianza de los niños con la ayuda de recompensas verbales. Algunos expertos dicen que es la falta de motivación de los padres lo que conduce a una baja autoestima. Otros argumentan que los elogios múltiples recompensan al niño con la motivación incorrecta.

Los psicólogos dicen que lo principal es no evaluar positivamente al niño mismo o a sus cualidades, sino a sus acciones. Y hay que hacerlo en casos excepcionales. De lo contrario, la criatura se acostumbrará a esforzarse para escuchar palabras amables y no para lograr el objetivo.

Pero decidí intentar alabar aquellas cosas que generalmente no son aceptadas. Me di una semana para probar la nueva técnica en acción. Empecé con lo más simple. Mi hijo, en lugar de prepararse tranquilamente para ir a la cama, galopaba a toda prisa en el patio, disparando a extraterrestres imaginarios. Mi cabeza ya estaba partiéndose de todos estos “¡Piu, piu!” y “¡Bang, bang!”, así que me daban ganas de gritarle: “¡Ven rápido a la cama!”.

Pero no podía gruñir, y no me venía a la mente ningún tipo de características positivas al ver esas batallas espaciales. Reuní toda mi imaginación en un puño y dije: “¡Bien hecho! ¡Hacer ejercicio antes de acostarse es algo bueno!”. El niño tropezó, me miró con cierta duda e inmediatamente informó que no quería dormir. “Bueno, genial”, dije alegremente. Con un poderoso esfuerzo de voluntad, me tragué la frase de que sería mejor que él leyera un libro en vez de correr.

Al día siguiente, la mañana comenzó sorprendentemente tranquila. Sin mis recordatorios, el niño hizo los ejercicios él mismo, desayunó y se preparó para la escuela. Esto tomó 10 minutos más que con mis constantes recordatorios y sugerencias. Pero todos estábamos felices y contentos.

Pero todo salió mal con la comida: “La carne es un poco rara, los tomates se metieron en la pasta, el pimiento es verde y no rojo”. Fue una pena oír hablar de mis escasos talentos culinarios de parte de un niño de 9 años. Nada bueno me venía a la mente en respuesta. Y dije con desesperada alegría: “Es genial que digas con sinceridad lo que te gusta y lo que no. Cuando era niña, era tímida, y ya sabes, generalmente no terminaba bien”. Mi hijo estaba muy interesado, así que hasta el final de la comida le conté historias dramáticas de mi infancia sobre las chuletas de zanahoria y las berenjenas guisadas.

El único error: olvidé advertirle a mi esposo sobre mi idea. Y esto no salió bien. Pasé del reproche al elogio, pero mi marido desprevenido continuaba manteniendo la disciplina. El niño literalmente en medio día se dio cuenta del nuevo esquema: mamá alababa, papá regañaba. Y después de otra dura lección, mi hijo galopaba rápidamente hacia mí, quejándose del estricto padre. Tuve que contarle sobre el experimento a mi marido.

Hubo un escándalo. Mi esposo dijo que la idea era una locura. Que el niño ya de por sí no quería hacer nada, y a mí se me ocurrió semejante tontería. Además, no lo consulté con él. No me venía nada inteligente a mi mente para la respuesta. Me convencí de esperar una semana y ver si salía algo que valiera la pena. Pero mi marido se negó a participar en el experimento. ¿Mi idea parecía tan tonta vista desde fuera?

Las tareas de la escuela son otro de nuestros tormentos diarios. Primero hay que lograr que el joven al menos se siente a la mesa. Luego tienes que escuchar un sinfín de quejas sobre la tonta escuela, ejemplos aburridos y libros de texto repugnantes. Habiendo repetido por 35.ª vez que era hora de sacar cuadernos y libros, me di cuenta de que estaba a punto de explotar o empezar a llorar de desesperación. Mi hijo se limitó a rechazarlo como de costumbre: “Otros 5 minutos...”. Me recompuse y felizmente comenté: “Bien hecho, tú mismo sabes cómo distribuir tu tiempo”. El niño quedó paralizado por el desconcierto. Luego me miró con severidad y dijo: “Mamá, ¿esto es sarcasmo?”. Lo pensé por un momento. “No”, dije. “Un experimento”.

Le conté mi idea. Que estaba cansada de maldecir constantemente y que ahora lo elogiaría. Y al mismo tiempo comprobaríamos cómo funcionaba. El niño estaba encantado. Y al día siguiente, todo esto ya se había convertido en un juego emocionante.

Al mismo tiempo, mi suegra seguía protestando porque yo alababa al niño. ¿Por qué? La habitación desordenada, tarea no hecha. “¿Qué resultará de él cuando crezca?”, dijo. Con tranquilidad respondí que mis nervios y los de mi hijo eran más importantes para mí y que él aprendería a limpiar de todos modos. Con el tiempo.

Pero la criatura a veces me ponía en situaciones incómodas. La maestra regañó a mi hijo por el desorden en el cuaderno. Manchas y suciedad continuamente. Y él dijo que su madre lo elogiaba por ello. Por la noche recibí un regaño de ella en WhatsApp. Me avergoncé, pero decidí responderle que era mejor que él aprendiera a encontrar y corregir errores en vez de tener miedo de cometerlos.

También hubo fracasos. Un día íbamos con mi hijo en un autobús lleno. Él estaba sentado viendo su teléfono móvil. Al lado estaba parada una señora de unos 60 años. Yo le susurré: “Levántate, no ves que hay una señora mayor”. Y me dijo: “Ella no es tan mayor en absoluto”. Yo me sentí mal. Luego, la mujer dijo: “Muchas gracias, muchacho, por el cumplido. La verdad es que no soy tan mayor”. Mi hijo le sonrió y le contestó: “¿Quiere que me mueva o le sostenga la bolsa?”. Nos bajamos en la parada del autobús y ahí no pude resistirme y le grité. El rostro del pobre se estiró y susurró con silencioso resentimiento: “Mamá, prometiste no regañarme”.

Pero yo estaba temblando de rabia. Después de todo, ya era un chico grande, ¿cómo podía comportarse así? Luego me calmé y me sentí muy avergonzada. Después de todo, no se trataba de su frase descortés, sino de mi promesa. Abracé al niño abatido y le dije: “Lo siento, es difícil deshacerse de los malos hábitos. Pero no hay nada especial que elogiar aquí, debes admitirlo”.

El experimento en sí no fue fácil para mí. Decidí preguntarle a mi hijo sobre sus impresiones. Dijo que le gustaba todo. Solo que a veces se cansaba de recordarme que tenía que alabarlo. Yo me puse triste casi hasta las lágrimas.

¿Realmente estaba tan acostumbrada a fastidiar al niño por cualquier cosa que ahora no podía hacer frente a mi propio experimento? ¿Qué clase de madre estaba siendo? Mi esposo tampoco estaba contento con mis experiencias de enseñanza. En su opinión, poco cambió en el comportamiento de nuestro hijo. Sin embargo, al ver mi rostro deprimido, notó que comencé a quejarme menos y que eso era genial. Así que decidí dejar de elogiar y concentrarme en molestarme menos. Tanto con mi hijo como con mi esposo. Primero trataba de pensar en elogios en mi cabeza y solo después decía algo en voz alta.

En general, no diré que las dificultades con la disciplina y las tareas de la escuela se resolvieron, pero en casa todo se volvió más tranquilo. Alabar al niño constantemente y por todo, mostrando milagros de ingenio, era una tontería. El proceso o se convertiría en un juego, o comenzaría a parecerse a una burla. Pero al menos me liberé un poco de las tediosas declaraciones y quejas en cada ocasión. Todos nos calmamos. Y mi hijo ahora dice solemnemente que regañar no es la mejor manera de lograr lo que uno quiere.

Qué crees que funciona mejor: ¿elogios o regaños?

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hace 2 años
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